Nov. 2, 2016

El Dr. Frankenstein y la Asamblea Constituyente (II Parte)

En nuestra anterior publicación señalamos lo ilimitado del poder de una Asamblea Constituyente como la que (con argumentos bastante demagógicos y poco convincentes) pretende convocar cierto grupo mediante un referéndum.

Mencionamos que el proyecto de marras incurría en un fallo fundamental: confundir el modelo de una República con el de una "democracia", debilitando en consecuencia el primero. Dijimos que había serias razones de fondo para dudar de esta iniciativa, y a continuación exploraremos dos de ellas.

I. Las intenciones: ¿concentrar poder o suprimir derechos?

En el entorno latinoamericano, quienes han impulsado la convocatoria de Asambleas Constituyentes durante las últimas dos décadas han sido gobernantes como Hugo Chávez, Evo Morales o Rafael Correa, a quienes se suele ubicar ideológicamente en la izquierda profunda y han recibido con regularidad etiquetas como “populistas” y “autoritarios”.

Pero en Costa Rica, curiosamente, sucede todo lo contrario: los que han pretendido asumir el papel del Dr. Frankenstein no han sido los simpatizantes de Chávez y compañía, sino conocidos exponentes de la derecha económica como Miguel Ángel Rodríguez y Rodrigo Arias, conservadores como José Miguel Corrales, y (en la adaptación que hoy está en cartelera), un liberal social como Alex Solís, rodeado de un grupo cuya integración sólo él conoce.

En todas las ocasiones hemos escuchado la misma promesa: “no se piensa en alterar las libertades individuales, sino en modificar el sistema político”. El problema, desde luego, es el sentido de las modificaciones sugeridas, pues por lo general tienden a romper el equilibrio de poderes que caracteriza al sistema republicano. Rodríguez y Arias, en su momento, coincidían en la idea de concentrar más poder en la Presidencia de la República. El primero, por ejemplo, proponía que el Presidente pudiera disolver el Congreso por decreto y llamar a elecciones adelantadas; y el segundo, restringir el acceso de la ciudadanía a la información pública, y sacar de la Sala Constitucional el conocimiento de los recursos de amparo (el medio de defensa republicana de las libertades individuales), además de permitir que el Presidente y los Ministros influyeran activamente en la elección de sus sucesores, interviniendo sin recato alguno en las campañas políticas (adiós a las “elecciones justas”).

Ahora bien, ¿será tan cierto que no se pretenden restringir derechos ya reconocidos? De nuevo, hay razones para dudar. Y la principal es esta: si la intención de los proponentes fuera ampliar los derechos de la ciudadanía, no se necesita una Constituyente. Bastaría con impulsar reformas parciales.

El poder para realizar reformas parciales a la Constitución es también un poder derivado: la propia Carta Fundamental lo establece. El asunto es que, como ya hemos analizado, el poder derivado siempre tiene límites. Uno de esos límites es la tácita prohibición de reformar la Constitución para disminuirle derechos a la ciudadanía. Este fue exactamente el argumento que empleó la Sala Constitucional para restablecer la reelección presidencial en el año 2003. En aquel momento se dijo que el poder derivado sólo podía utilizarse para favorecer a la ciudadanía, pero no para perjudicarla. Y quedó plasmado, también, que las disminuciones de derechos sólo podían introducirse mediante Asamblea Constituyente.

En otras palabras, la Asamblea Constituyente sólo es indispensable cuando el objetivo es eliminar derechos y libertades. O bien, según el artículo 7 de la actual Constitución, cuando se deba aprobar un tratado internacional que nos obligue a ceder territorio o alterar la organización política republicana del país (situación que no está contemplada ahora). Cualquier otro punto puede ser objeto de reforma parcial.

Aquí cabe entonces preguntarse: ¿cuáles son los aspectos concretos de la Constitución del 49 que tanto estorban para “vivir mejor”, y que no se puedan cambiar por medio de enmiendas?

II. El contenido del proyecto “inicial” no es vinculante para la Asamblea Constituyente

Del proyecto promovido por Alex Solís y su misterioso grupo, la información ha circulado a cuentagotas. Se sabe que incluye temas como la laicidad del Estado (o abolición de una “religión oficial”), la legitimación de las sociedades de convivencia homosexual, la revocatoria de mandato contra diputados, el establecimiento de grados académicos mínimos para ciertos puestos de elección, la conversión de la Contraloría en un órgano colegiado (tres integrantes) y los límites a la permanencia de los Magistrados de la Corte Suprema de Justicia en el cargo. Desdichadamente, del resto no se ha divulgado gran cosa (probablemente don Alex nos recomiende, para informarnos mejor, comprar su libro).

Sobre cada uno de estos puntos podría, claro está, abrirse un interesante debate. Pero incluso asumiendo que este proyecto vaya a mantenerse incólume (es decir, que ni una sola moción se apruebe para cambiar su redacción), bastaría con algunos de estos contenidos para desmentir la afirmación de que los derechos fundamentales que conocemos hoy vayan a salir completamente intactos.

La manoseada “laicidad del Estado”, ¿cómo entenderla? Se nos dice que no estará en juego la libertad de culto (actualmente reconocida en el artículo 75 de la Constitución vigente), sino únicamente la oficialidad del credo católico. ¿Será tan cierto? Este tema será sin duda objeto de disputas; y aún las soluciones “de consenso” podrían resultar problemáticas. Imaginemos una redacción como la siguiente: “El Estado se abstendrá de promover ninguna creencia religiosa, sin impedir el libre ejercicio en la República de todo culto que no se oponga a los derechos humanos”. Inocua, en apariencia… pero con una norma como esta, es razonable pensar que algún colectivo feminista objete el ejercicio del islamismo en suelo nacional, argumentando que contradice los derechos de las mujeres. Igual objeción podrían interponer, arropados en los “derechos humanos”, los activistas del movimiento gay en cuanto al cristianismo.

En tales circunstancias, ¿se concretará el Estado a la neutralidad “pasiva” de nuestros días, o se lanzará, como sucede hoy en los Estados Unidos, a reprimir cualquier manifestación de espiritualidad en los espacios públicos? ¿Llegaremos a rayar en el ateísmo de Estado? ¿Podría suceder—como se ha visto recientemente en la ciudad estadounidense de Houston—que las autoridades políticas exijan a los sacerdotes, rabinos o pastores copia previa de sus sermones? Sobre extremos tan delicados vale la pena una larga y serena reflexión.

Ahora bien, hasta aquí hemos asumido que el proyecto de Alex Solís y los suyos vaya a aceptarse como texto base. ¿Y si no fuera así? En 1949, cuando se elaboró la Constitución actual, la Junta de Gobierno jefeada por José Figueres Ferrer envió a discusión un proyecto elaborado por Rodrigo Facio y otros preclaros intelectuales del Partido Social Demócrata. La Asamblea, empero, rechazó este texto y resolvió en cambio emplear como base la anterior Carta Fundamental de 1871. ¿Habrá algo que impida que una moción en este sentido triunfe en una eventual nueva Asamblea? Pues no. Ya hemos visto que la Asamblea es soberana. Y por consiguiente, todo estaría en juego… incluso los derechos que hoy damos por descontados.

Por ejemplo, el más esencial de todos los derechos: el derecho a la vida. La Constitución actual la considera “inviolable”, y este aspecto no puede variarse por medio del poder derivado. La única forma de que “apliquen restricciones” sería por decisión de una Asamblea Constituyente. Pero, ¿qué tipo de restricciones podrían caberle? ¿La pena de muerte, o el aborto sin restricciones? Como vimos en el ejemplo anterior, bastaría con una moción, sagazmente redactada, para que se imponga una posición extrema… ¡con rango constitucional!

Y todavía no hemos hablado de la organización política del país… Ese y otros temas los tocaremos en nuestra tercera (y final) entrega.

Invito a repasar la Primera Parte de nuestro análisis, o bien a leer la Tercera Parte.

Robert F. Beers

 

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Oct. 31, 2016

El Dr. Frankenstein y la Asamblea Constituyente (I Parte)

Durante una gélida y lluviosa temporada campestre en la Inglaterra de 1816 (el “año sin verano” donde todo el globo fue enfriado por las cenizas del volcán indonesio Tambora), un círculo de jóvenes escritores bohemios y románticos, entre ellos el célebre poeta Lord Byron, resolvió competir por ver quién de ellos ideaba la mejor historia de terror. El honor terminó en manos de una muchacha del grupo que aún no cumplía 19 años: Mary Shelley. Su narración, publicada dos años más tarde, ha servido desde entonces como leyenda pavorosa y a la vez como ominosa advertencia sobre los peligros de jugar con lo incontrolable: “Frankenstein, o el nuevo Prometeo”.

Por la fama del libro, o por sus numerosas versiones cinematográficas, casi todo el mundo está familiarizado con su premisa básica: un impetuoso y autosuficiente médico, lleno de expectativas optimistas, decide darle vida a un cuerpo ensamblado por él… pero una vez que lo hace, acaba por lamentarlo. Pues el monstruo resulta ser tan poderoso que ni siquiera su creador es capaz de refrenarlo.

El ejemplo me vino a la memoria, porque era precisamente el que se nos daba en los cursos de Derecho Constitucional para explicar las potestades de una Asamblea Constituyente.

Es decir: sin importar cuán nobles o hermosas aspiraciones orienten a quienes impulsen su convocatoria… les puede terminar pasando lo del Dr. Frankenstein: no sólo les puede salir algo bien feo, sino que ese algo, una vez que tiene vida propia, alcanza tanto poder que no hay forma de controlarlo.

Veamos este punto con más detenimiento.

Hemos comentado antes que Costa Rica es (hasta ahora) una República. Como tal, su característica más esencial es que el poder político tiene límites, y los derechos básicos de la ciudadanía están fuera de esos límites. ¿Dónde se definen tales límites y derechos? En la CONSTITUCIÓN. De ella se derivan todos los demás poderes políticos.

La razón de ser de la Constitución, claro está, es la de brindar protección a la ciudadanía frente a los posibles abusos del poder público, aún aquellos que tengan un apoyo “mayoritario” y puedan entonces ser presentados como “decisiones democráticas” (recuérdese que la democracia es simplemente el “gobierno de la mayoría”, y que el respeto a los derechos de las minorías es un principio republicano, no democrático).

Por esta razón, un poder derivado como el Poder Legislativo no puede aprobar normas que vayan en contra de la Constitución. Ahí no hay mayoría que valga. Simplemente está fuera de sus potestades.

Y para garantizar que se respete este límite, existe el llamado “control de constitucionalidad”, ejercido por instituciones como las Cortes Supremas o bien los Tribunales especializados (como lo es en Costa Rica la Sala Constitucional). Estas instituciones, obviamente, no son democráticas ni tienen porqué serlo; su naturaleza es ser republicanas.

Ahora bien, también este es un poder derivado de la Constitución. Como todos los demás en una República.

Excepto uno: el poder para crear la Constitución misma. A este último es al que se llama en la doctrina “Poder Constituyente Originario”.

Tiene este poder una característica que lo distingue de los demás poderes políticos: no es creado, sino creador. Su poder no se deriva de la Constitución ni de ninguna otra norma, sino directamente de la soberanía popular. Es decir, es un poder soberano… y por consiguiente no tiene límites.

Sí, leímos bien. No tiene límites. Ninguno. Jurídicamente equivale al Dios Omnipotente.

En consecuencia, si se convoca una Asamblea Constituyente, se está transfiriendo temporalmente la plenitud de la soberanía nacional a un órgano político. Un órgano con ínfulas de Dios. Con esto debería ser suficiente para ponernos a pensar en lo ridículo de creer que los simples mortales vayamos a ser capaces de imponerle algún tipo de límite.

Por supuesto, los impulsores de esta genialidad van a decirnos que semejante peligro no existe. Con optimismo digno del Dr. Frankenstein, nos asegurarán que sus intenciones son buenas y sanas. Nos dirán también que la discusión se va a limitar exclusivamente a un proyecto específico (naturalmente, el elaborado a puerta cerrada por un grupo de cuya integración sabemos poco). Es posible, incluso, que exijan la firma de un compromiso público de los aspirantes a la eventual Asamblea Constituyente, en el sentido de que no vayan a alterarse las libertades individuales, las garantías sociales o electorales. Muy loable, sin duda… pero inefectivo. Porque una vez instalada dicha Asamblea, esas promesas tendrán cuando mucho el mismo valor que las que hace Otto Guevara de no ser candidato nunca más.

Y esto, sin duda, no lo ignoran los que andan promoviendo esta convocatoria: no existe ninguna forma legítima de restringir al “Poder Constituyente Originario”. Decir que sí la hay es una llana mentira; y ocultarnos esta realidad, una manipulación. De modo que, en caso de que el famoso referéndum llegue a efectuarse y además gane el SÍ, lo que estaremos otorgando es un poder absoluto e irrevocable. Y además, confiados únicamente en la impoluta bondad de aquellos que nos piden ese poder absoluto, y nos juran que no van a aprovecharse de él. Hay muchos ejemplos similares a través de la historia, y ninguno terminó bien. “El poder corrompe”, decía Lord Acton, “y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

La pregunta es una sola: ¿para qué nos piden tanto poder?

Hay suficientes razones para dudar. En la Segunda Parte examinaremos unas cuantas, y veremos otras más, así como las conclusiones, en la Tercera Parte.

Robert F. Beers

 

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Oct. 26, 2016

Los Inevitables, o el Sindrome de Goliat

Mario Vargas Llosa en 1990. Oscar Arias en 2006. Andrés Manuel López Obrador en 2006. Hillary Clinton en 2008. John Ellis “Jeb” Bush en 2015. De nuevo Hillary Clinton en 2016. ¿Qué tienen en común estas figuras políticas?

Todos ellos, claro está, han sido candidatos a la Presidencia de sus respectivos países. Han representado las más variopintas corrientes políticas, desde el neosocialismo de López Obrador hasta el ultracapitalismo de Vargas Llosa, pasando por Hillary Clinton como la encarnación del “statu quo”. Pero lo particular es que ninguno de ellos ha sido un aspirante común. Ni siquiera se han conformado con la etiqueta de simples  “favoritos”. No; ellos han formado parte de una élite todavía más selecta.

Los Inevitables.

Esta peculiar casta de políticos “fuera de serie” tiene una singular característica: “ganar” las elecciones desde muchos meses o años antes de que se produzcan, y sin que para ello les haga falta recibir un solo voto. Les resulta más que suficiente el aura de superioridad casi mítica que proyectan, tan grande que enfrentarse a ellos parece una quimera, y efectuar las elecciones se vuelve casi absurdo.

Excepto que, a la hora de la verdad, no las ganan.

O, cuando mucho, obtienen una “victoria” pírrica, más digna de angustia que de festejo.

Veamos los hechos: de todos los nombres que hemos citado, solamente uno (Oscar Arias en 2006) obtuvo efectivamente la Presidencia. Aunque la consiguió de una forma tan agónica, que atrajo un mordaz comentario del Expresidente Calderón Fournier: “debe ser difícil explicar por qué es el presidente que ha sido elegido con el porcentaje más bajo de los últimos 60 años, cuando por varios años planteó que su reelección nacía de un clamor popular”.

Añadía Calderón que “por muchos meses se nos hizo creer que el triunfo de Liberación era inobjetable y contundente; el mismo don Óscar parece haberlo creído así”. La realidad, empero, resultó muy distinta: Arias apenas obtuvo un punto porcentual más que su principal oponente Ottón Solís, y eludió una fatídica segunda ronda apenas por el 0,9% de los votos. Vale decir, sin embargo, que comparado con los demás “inevitables”, Arias salió bastante bien librado.

Mucho mejor que Vargas Llosa, por ejemplo. El “inevitable” Presidente de Perú obtuvo una votación inesperadamente baja en la primera ronda electoral de 1990, y fue aplastado rotundamente en la segunda… por un “desconocido” llamado Alberto Fujimori.

Andrés Manuel López Obrador, el “inevitable” Presidente de México, resultó también derrotado por una ínfima diferencia frente al “insípido” Felipe Calderón, sin que le valieran para revertir el marcador sus marchas de protesta, solicitudes de recuento o “investidura simbólica”.

Hillary Clinton, la “inevitable” Presidenta en ciernes para los Estados Unidos, ingresó a la primaria de 2008 para cumplir con la formalidad de hacerse ungir candidata… y no exactamente para servirle de trampolín a otro “desconocido”, un cierto senador debutante de Illinois llamado Barack Obama.

Jeb Bush, el “inevitable” nominado dinástico del Partido Republicano, se hizo de rogar por varios meses antes de dar su previsible salto a la palestra… para acabar ridiculizado dentro y fuera de las urnas por el circo del deslenguado Donald Trump, alguien que, sin ser exactamente un “desconocido”, sí resultaba un volátil neófito político.

De nuevo Hillary Clinton, “inevitable” por segunda vez, sufrió horrores durante la primera mitad de 2016 para deshacerse de un nuevo “desconocido”, el senador Bernie Sanders, de quien no habría podido librarse sin el providencial “empujoncito” del Comité Central de su partido. Y aún ahora, pese al rabioso esfuerzo de Trump por autodestruirse, el esperando triunfo del próximo 8 de noviembre no es tan seguro como ella y su círculo quisieran creer.

Claramente, la etiqueta de “inevitable” no está resultando ser particularmente precisa en términos electorales. Y sin embargo, una y otra vez nos encontramos con un nuevo “inevitable”, ungido y proclamado como ganador con años de anticipación…

Ahora bien, ¿por qué fracasan los “inevitables”? ¿Cómo se explican estos resultados tan decididamente negativos? Exploraremos enseguida algunos de los factores que pueden arrojar alguna luz sobre este fenómeno.

I. El Síndrome de Goliat

Pareciera, en primer lugar, que el mayor tropiezo de los “inevitables” suele ser su propia personalidad. Los “inevitables” rara vez son personas cálidas y atrayentes. Todo lo contrario: suelen proyectar una imagen fría, distante, rígida, incluso altanera. Y por lo general, polarizante, con posturas políticas inflexibles sobre las que rehúye siquiera debatir. “Tómame o déjame”, diría Mocedades. Naturalmente, este tipo de personajes suele generar también muchos “anticuerpos” y una gran resistencia. Ninguna de estas características, por supuesto, es especialmente recomendable para alguien con aspiraciones electorales. ¿Cómo contrarrestar esa debilidad?

La recomendación en boga parece ser una sola: ponerse la “armadura” de la inevitabilidad. Es decir, construir en torno de sí mismos el mito ideal para disfrazar las flaquezas. A la manera del bíblico Goliat, la estrategia consiste en lucir como un gigante armado, musculoso y acorazado, tan intimidante que los posibles competidores simplemente sientan terror de enfrentarlo. De este modo, no necesitan ser carismáticos o despertar entusiasmo alguno: les basta, o eso parecen creer, con crear la sensación de que desafiarlos es una lucha perdida.

Aquí es donde les viene a la perfección la rara unanimidad que provocan en los medios de prensa y entre los no menos importantes financistas privados (los “poderes fácticos” o “grupos de presión” de los que tantas veces hemos hablado). Y—acaso como producto de lo anterior—la aparición casi constante de encuestas y sondeos que invariablemente les atribuyen niveles épicos de apoyo. Pueden entonces, como Goliat, enfrentarse a cien rivales a la vez, y parecen de hecho preferirlo así (“divide y vencerás”, diría Maquiavelo).

¿Cuál es el problema? Que en el fondo toda esta parafernalia casi nunca resulta creíble. Después de todo, al pregonar a un candidato como el “inevitable”, implícitamente se está admitiendo su mayor debilidad: el hecho de que muchos preferirían evitarlo si tuvieran la posibilidad. Se pretende arrinconar al electorado negándosela de antemano.

Y aquí es donde fallan los cálculos: ante la intimidante presencia de ese Goliat… siempre termina por aparecer un David.

Un David en apariencia desarmado e inofensivo, al que el gigante apenas presta atención brevemente para dirigirle alguna frase despectiva. Pero que, a pesar de todo, parece decidido a enfrentarlo. Después de todo, no tiene nada que perder. El de las expectativas es el otro.

Ese David no ve a su rival como un gigante invencible. Lo ve como un blanco tan grande que es imposible no pegarle de lleno. Y el electorado, en presencia de esa lucha desigual, de pronto advierte que sus simpatías están con el “débil” y no con el “inevitable”.

Y ya sabemos cómo termina esa historia. Con una magna pedrada en la frente de Goliat.

II. El sesgo de lo “socialmente aceptable”

Señalábamos en el apartado anterior que los “inevitables” suelen ocasionar una inusual unanimidad dentro de los “poderes fácticos”, en especial los sectores económicamente poderosos y los medios de comunicación. Además, suelen ser figuras ampliamente reconocibles por la mayor parte de la población. Esto, naturalmente, desemboca en otra distorsión de la realidad política: el que la literatura política estadounidense denomina “sesgo de lo socialmente deseable” (“social desirability bias”).

En pocas palabras, la teoría plantea que el expresar apoyo a un determinado tipo de candidato se convierte casi en un símbolo de “status”, un requisito para una mejor aceptación social, mientras que el respaldo a cualquier otro aspirante es acogido con menosprecio y ridículo. Los “inevitables” suelen beneficiarse de ese sesgo durante la campaña política, pues procuran asociarse con lo “políticamente correcto” y con una percepción de triunfo que casi empuja a “subirse al tren para que el tren no lo aplaste”.

¿Y dónde está la falla? En uno de los principios más sanos de la democracia republicana: el voto secreto.

En la intimidad de las urnas, el elector es anónimo. Y está, por consiguiente, libre del sesgo de lo “socialmente aceptable”, pues puede entonces elegir según sus más íntimas convicciones, aunque estas sean “políticamente incorrectas”, sin esperar represalias sociales, laborales o físicas de ningún tipo. Es decir, tiene tanta posibilidad de respaldar a Goliat como de dejar salir su simpatía por David… o por cualquier otro.

Lo que nos lleva al tercer punto, el obstáculo más formidable para los “inevitables”: la libertad de sufragio.

III. Elección, no coronación

Parafraseando al gran politólogo estadounidense Robert Dahl, para que un país pueda considerarse mínimamente democrático es indispensable, al menos, la realización periódica de elecciones libres, justas y competitivas. Es decir, que la ciudadanía tenga la posibilidad de seleccionar a sus gobernantes sin ningún tipo de presión o coacción, y sin que el poder público pueda utilizarse para privilegiar o perjudicar ninguna candidatura.

Este punto, tan elemental en apariencia, resulta ser crítico para el éxito o fracaso electoral de los “inevitables”. ¿Por qué? Porque—según se puede colegir de las experiencias estudiadas—un sector del electorado tiende a considerar que la simple presencia de una candidatura “inevitable” es una negación de su libertad de elegir.

Cuando los medios de prensa y los poderes económicos cierran filas alrededor del “inevitable”, suelen presentar su victoria como un hecho ya consumado, y las elecciones como un simple y casi molesto trámite del que bien se podría prescindir. Parecen decir: “ni siquiera intenten nada, porque hagan lo que hagan y gústeles o no, ya yo gané”.

Y esa actitud, claro está, resulta irritante para muchos ciudadanos, que la interpretan como una afrenta a su libertad. Estas personas, en el fondo, se han tomado en serio la prédica democrática de que son ellos (y no una cúpula de privilegiados) los que eligen a sus gobernantes. Consideran inaceptable que se les pretenda limitar o condicionar en sus opciones.

Y por ende, es muy probable que rechacen cualquier cosa que perciban como una “imposición”, o que se presten a ratificar dócilmente en las urnas una decisión tomada en secreto por unos cuantos. Por el contrario, es muy posible que lo interpreten como un “ataque” a su libre elección… y que quieran “defenderse” con su último recurso: el voto secreto. ¿De qué forma? Negándoselo al “inevitable”… y dándoselo al “David” mejor ubicado, cuya pequeña piedra recibe entonces un súbito impulso capaz de derribar a Goliat sin un segundo golpe.

A principios del siglo 20, la Revolución Mexicana surgió con un lema que aún resuena con fuerza: “Sufragio efectivo, no reelección”. En el contexto de un “inevitable”, la consigna parece ser muy similar: “Sufragio efectivo, no coronación”.

Este sentimiento puede explicar, al menos en parte, los súbitos tsunamis electorales que, en el término de días o incluso horas, arrasan con un mítico “inevitable” y lo exponen, ya a una humillante derrota, ya a una victoria no menos sonrojante.

En conclusión…

Según lo que hemos visto, debe quedarnos claro que, como estrategia electoral, la “inevitabilidad” (o lo que hemos llamado “el Síndrome de Goliat”) es simplemente pésima. Por el contrario, parece ser el equivalente político del “Titanic”. Al zarpar puede el “inevitable” lucir imponente y lujoso, y aglutinar en derredor suyo a toda la alta sociedad, bajo la convicción de que ni el mismo Dios podrá hundirlo; pero tardíamente se descubre que bastaba un simple témpano para causar una catástrofe memorable.

¿Moraleja de la historia? Hay varias.

La primera, que a los electores les disgusta que los pretendan tomar como “tontos útiles”. Creen en su derecho a elegir, y eso debe respetarse.

La segunda, que en un sistema democrático y republicano no tienen cabida las “coronaciones” ni ningún otro resabio de monarquía.

La tercera, y quizá la principal, que los “Inevitables” no pasan de ser un mito publicitario. En la política real, nada ni nadie es “inevitable”.

Es muy posible, sin embargo, que nos encontremos en un futuro cercano con algún otro espécimen de esta selectísima casta. La ventaja es que, conociendo desde ya el final de la historia, quizá nos debamos preparar para presenciar una derrota más, o al menos, una taquicardia de varias noches en el bando de los supuestos “Inevitables”.

Robert F. Beers

 

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Oct. 10, 2016

Referendum: democracia o zancadilla

El mundo entero presenció, con innegable perplejidad, el resultado del referéndum en Colombia el pasado domingo 2 de octubre, en el que se sometió a consulta popular el acuerdo logrado entre el presidente Juan Manuel Santos—flamante Premio Nobel de la Paz—y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). A Santos y a su bando, promotores del “” al pacto, les pasó lo mismo que a David Cameron en Inglaterra unos meses antes, cuando se votó sobre la permanencia a la Unión Europea: después de presentar su opción como la única “lógica” y “racional”, constataron con horror que una mayoría de los electores la repudiaba.

(Dicho sea de paso: este resultado debiera ser otra advertencia más para Hillary Clinton).

Mucho podría hablarse de las implicaciones políticas que el voto colombiano podría tener, no solo para ese gran país, sino para toda la región. Pero de poca o nula utilidad sería cualquier comentario, si se intenta “leer” el resultado sin tomar en cuenta la distorsión que introduce la naturaleza misma del “referéndum” como mecanismo de “consulta popular”.

Un momento… ¿Acaso estamos diciendo que el referéndum no tiene validez como expresión democrática de la voluntad popular? ¿No es, por el contrario, un maravilloso y nobilísimo medio para que la ciudadanía soberana ejerza directamente su poder de decisión y exprese su voluntad sin intermediarios (como nos ha repetido hasta la saciedad el discurso “oficial” de la llamada “democracia participativa”)?

Puede argumentarse que así es… pero sólo en la idea. Hay un aspecto del que poco se habla y que es vital para darle a este tipo de consultas su justo valor. El referéndum necesariamente distorsiona la voluntad popular, porque su naturaleza es absolutamente binaria. En una consulta de estas no existen los puntos medios ni los matices. Es un “todo o nada”. No importa cuán complejo sea el tema, acaba por ser planteado entre un rotundo y un NO igual de rotundo.

En nuestra anterior publicación reflexionábamos sobre la forma en que el “centrismo” político había entrado en una fase de letargo intelectual, y había entregado a los extremismos la iniciativa en el debate de los asuntos públicos. Ahora bien, valdría la pena preguntarnos si mecanismos como el referéndum, introducidos bajo el pretexto de la “democracia participativa”, no están en la práctica potenciando precisamente las opciones extremas, y con ello metiéndole una “zancadilla” a la democracia misma. ¿De qué forma? A través de ese fatal reduccionismo a un o un NO, ese “todo o nada” en blanco o negro, que hace completamente innecesario el diálogo y el equilibrio, ahoga las voces de la moderación y le otorga todas las ventajas a las sectas más desorbitadas.

¿Por qué motivo? Porque, al reducirse la manifestación de voluntad popular a un mero “SÍ o NO”, los interesados pueden darle la interpretación que quieran. Es decir, el referéndum le otorga a la ciudadanía la sensación de estar decidiendo, pero en el fondo traslada la decisión final al “intérprete” de esa voluntad—que es, por lo general, el que formula la pregunta.

Las implicaciones de esto no deben pasarse por alto. Varios estudios realizados en relación con las encuestas políticas han demostrado que la manera en que se formula una pregunta tiene una marcada influencia en la respuesta. Es decir, la persona que hace la pregunta puede hacerla de cierta forma para inducir la respuesta deseada. Sin duda el mismo sesgo puede producirse (y se produce de hecho) en un referéndum, en especial cuando las posiciones más extremistas distorsionan el planteamiento—sabiendo que el que tiene el poder en realidad no es el votante, sino el que plantea los términos de la decisión.

Veamos ejemplos concretos:

1. El referéndum sobre el Acuerdo de Paz en Colombia, 2016

Si volvemos al caso de Colombia, sería apropiado hacer una lectura restrictiva y mesurada del resultado, como lo hizo el Comité del Premio Nobel al justificar el reconocimiento al presidente Santos: “no se rechazó la paz, sino un acuerdo específico de paz”. Pero, en términos de estrategia política, podía resultar más electoralmente más “rentable” asumir una posición extrema: dada la bipolaridad implícita en el referéndum, plantear el asunto en términos más cínicos, lanzándole al votante el falso dilema de que tenía que elegir entre paz y guerra (lo que, habiendo ganado el NO, llevaría a concluir que el rechazo abarcaría cualquier posible acuerdo de paz, legitimando “democráticamente” la continuación del conflicto). Esta última posición, claro está, habría sido la favorita de los promotores del SÍ y, particularmente, de los sectores políticamente más complacientes con las FARC, pues un planteamiento así les hubiera sido muy favorable y con un triunfo habrían silenciado cualquier crítica, sensata o no.

Ahora bien, ante la estrecha victoria del NO, resulta evidente que a este bando “se le volteó la tortilla” de la legitimidad democrática. Teniendo ahora el presidente Santos un aparente mandato para exigir de las FARC concesiones más profundas, le toca también asumir el riesgo de que éstas últimas no estén en disposición de conformarse con menos de lo que ya les había sido prometido. La “democracia participativa” puede tener doble filo…

2. El referéndum en Costa Rica sobre el TLC con Estados Unidos, 2007

Hace 9 años Costa Rica tuvo su primera experiencia con el instrumento del referéndum: la aprobación del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. Y a juzgar por el hecho de no haberse producido una segunda, resulta evidente que no fue muy positiva.

¿Y por qué no lo fue? Por las mismas razones que hemos venido apuntando: gracias a la naturaleza binaria y excluyente del referéndum, la discusión sobre el tema fue fácilmente secuestrada por los extremistas de ambos bandos, y por consiguiente, en palabras de Kevin Casas, “dejó de ser racional”.

Aunque la única pregunta que había que responder era si aceptábamos o rechazábamos un acuerdo comercial específico (parafraseando los términos del Comité Nobel en cuanto al caso colombiano), esa pregunta fue perversamente tergiversada por los extremistas. Unos nos mentían diciendo que estábamos eligiendo entre democracia y comunismo. Otros nos mentían también, afirmando que elegíamos entre la independencia y la desaparición como país. ¡Falsos dilemas! Los primeros se apropiaron de la institucionalidad pública para utilizarla en beneficio del interés de su facción, rompiendo el principio de confianza sobre el que se sustenta todo el modelo republicano, mientras los segundos apelaron a una iracunda “guerra de guerrillas”, difundiendo sin ningún escrúpulo toda clase de rumores altisonantes e inverosímiles. Y ambos apelaron a destacar precisamente las afirmaciones más desorbitadas de sus oponentes, en un esfuerzo por desacreditarlos.

¿Qué se obtuvo de todo eso? Darle validez política a los movimientos más extremistas e irracionales del país. Y a la vez, arrinconar al “centrismo”, fomentando una peligrosa polarización política que aún hoy, casi una década más tarde, tiene consecuencias muy negativas para la gobernabilidad de nuestra nación.

El daño más pernicioso, empero, se le hizo al modelo republicano de frenos y contrapesos, el cual sufrió una artera “zancadilla” al ser puesto en contradicción con el flamante “evangelio” de la democracia participativa, quedando desgastado y debilitado al final de tamaña agonía.

Ah, y el Tratado se aprobó.

Paréntesis: ¿República o Democracia?

Aquí cabe hacer un paréntesis. Hemos venido hablando de la “República”, o del “modelo republicano”, como si fuera algo diferente del “sistema democrático”. Ahora debemos aclarar que esta distinción no es un invento: “República” y “Democracia” son sistemas de gobierno diferentes, que pueden coexistir y complementarse, pero también entrar en contradicción.

Catalogar las diferencias entre ambos sistemas podría ser por sí sola objeto de un nuevo comentario. Diremos ahora, sin embargo, que la democracia pura y simple es, en esencia, el “gobierno de las mayorías”. En la democracia, y especialmente en una “democracia directa” tal y como la idearon y practicaron los antiguos griegos, los poderes de una mayoría son incontestables, lo que la convierte prácticamente en una “aplanadora” omnipotente. Por ejemplo, en la “democracia directa” de Atenas, los electores podían decidir incluso si deseaban mandar a alguien al “ostracismo”, o sea, expulsarlo de la comunidad… sin motivo alguno. Claro está, la única defensa que podrían tener las personas o grupos que no conformen esa mayoría, es la frágil esperanza de que esta última no ceda a la tentación de abusar de sus ventajas.

¿Y qué es la república? Nos hemos acostumbrado a pensar que “república” es todo país donde el Jefe de Estado no sea un rey (o sea, como el antónimo de “monarquía”). Sin embargo, esta definición “por exclusión” es muy limitada. La república, más bien, es un modelo con dos características: 1) la imposición de límites al poder público, a través de la división de dicho poder en varias instituciones que se controlan unas a otras; y 2) la existencia de normas fundamentales—lo que hoy llamamos “Constitución”—donde se plasman los derechos inalienables mínimos que se reconocen a las personas y que, por ende, están totalmente fuera del alcance del poder político.

Estas dos características son cruciales para distinguir “República” de “Democracia”. El principio rector de la República no es el del “gobierno de la mayoría”, sino el del “imperio de la ley”, pues el objetivo es que ninguna mayoría tenga la posibilidad de “atropellar” a las minorías. Para eso existen, por ejemplo, los Tribunales de Justicia, las Cortes Constitucionales, y otras instituciones investidas con la responsabilidad de impedir los abusos de poder, aun los que cuenten con el aval “mayoritario”. El “ostracismo” de los griegos, por ejemplo, sería inaceptable en un modelo republicano.

Puede decirse, entonces, que es un error considerar que los “derechos inalienables” se derivan del “principio democrático”, pues en realidad provienen de la “constitucionalidad”, o sea, del imperio de la ley característico de la República. El reconocimiento de esos derechos no se deriva de una decisión de la mayoría, sino todo lo contrario: son el límite final del poder público, y no pueden traspasarse ni aunque así lo quiera la mayoría. Es decir, el principio que se privilegia es el bien común—y no necesariamente el bien de la facción mayoritaria.

Alguien explicaba la “democracia” pura y simple como “tres zorros y una gallina decidiendo qué van a comer". Valiéndonos del mismo ejemplo, la “república” vendría a ser “tres zorros y una gallina decidiendo qué van a comer, bajo la regla previamente escrita de que ninguno de ellos cuatro puede ser convertido en comida”.

Ahora bien, ¿puede el modelo republicano convivir con la democracia? Absolutamente sí. Para que pueda hablarse de una genuina República, el principio de representatividad apareja que la selección de los representantes se realice mediante consulta popular directa; de otra manera, no se pueden considerar legítimos, porque la soberanía reside en los ciudadanos. En general, el sistema republicano necesita del principio democrático para tener validez; y la democracia, a su vez, necesita de los frenos y contrapesos del modelo republicano para no degenerar en una “oclocracia” o “gobierno de la turba”.

Por esta razón, los aspirantes a tirano no siempre son antidemocráticos, y a menudo pueden valerse más bien de la “legitimidad democrática” para sus fines. Su verdadero enemigo es la República. Las instituciones de la República son invariablemente el blanco de los dictadores en ciernes, quienes necesitan destruirlas porque constituyen la red de salvamento de la ciudadanía frente al poder público.

Ahora volvamos a nuestro tema. ¿A cuál de los dos modelos responde un instrumento como el referéndum? A estas alturas la respuesta debe ser obvia: al modelo democrático, no al republicano. Este y otros mecanismos análogos son parte de una moda de los últimos años, la de introducir en el sistema rasgos de la “democracia directa” griega, ahora rebautizada como “democracia participativa”.

Estas “innovaciones” tienen, sin embargo, un problema implícito. En el modelo republicano, el sufragio democrático funciona para dar legitimidad al sistema; pero estos instrumentos a menudo persiguen todo lo contrario: debilitar el principio de representatividad y, con él, la búsqueda del bien común. Ya hemos visto que con el referéndum se sustituye el debate y la deliberación equilibrada, por la elección entre dos posiciones extremas (“SÍ o NO”) donde se impone sin contemplaciones la que tenga mayoría. Bastaría, entonces, con una pregunta arteramente formulada, para otorgarle una incontestable “legitimidad democrática” a la decisión más arbitraria. O, incluso, al desmantelamiento de las instituciones de la República… por medios “democráticos”.

3. Referéndums en Venezuela, 1999, 2007 y 2009

Ilustrando este último punto, cabe dar un vistazo a los procesos políticos vividos en Venezuela desde la llegada al poder de Hugo Chávez en 1998.

Como primer acto, Chávez impulsó la convocatoria de una Asamblea Constituyente que elaborase una nueva Carta Magna para Venezuela. Naturalmente, en esta participaron con cierta libertad casi todos los movimientos políticos; pero la Constitución resultante incorporó numerosos elementos de la llamada “democracia participativa”. Sin ningún contratiempo notable, esta nueva norma fundamental resultó aprobada (¿cómo no?) mediante un referéndum en 1999. Hasta este momento, ninguno de los cambios implementados se produjo al margen de los canales institucionales.

Luego vino el error más estúpido que pudo haber cometido la oposición a Chávez: el fallido golpe de Estado de 2002. Al acudir a las vías de hecho y atacar a la institucionalidad republicana—que, mal que bien, todavía subsistía—, los golpistas dañaron su propia credibilidad y le dieron a Chávez la excusa perfecta para radicalizar su régimen. El resultado, por supuesto, es el que hemos visto: el “centrismo político” se volvió irrelevante, y Venezuela entró en una dañina polarización política entre dos posiciones extremas e irreconciliables.

Por lo que hemos venido estudiando, esta polarización no habría perdurado mucho tiempo en un sistema republicano típico, puesto que Chávez no habría podido introducir cambios tan violentos a la nueva Constitución sin tener, por lo menos, la necesidad de negociar algo con la oposición (gracias a los “frenos y contrapesos”). Pero el astuto dirigente ya tenía en sus manos la herramienta ideal para conseguirlo: la vía del referéndum.

El referéndum le ofrecía a un líder como Chávez todas las ventajas posibles. Primero, la naturaleza binaria de este instrumento le permitiría obtener un “SÍ” o un “NO” sin necesidad de transacción o negociación alguna (el “todo o nada”). Segundo, cualquier triunfo le otorgaba automáticamente la “legitimidad democrática” para ejecutar su propósito, mientras que una derrota no le impedía volver a plantear la misma propuesta más adelante. Y tercero, posiblemente lo más importante: le permitía mantener siempre la iniciativa, pues las consultas versaban invariablemente sobre sus propuestas—a las que sus rivales podían oponerse, pero no plantear alternativas. En otras palabras, él siempre formulaba la pregunta.

Las profundas reformas constitucionales promovidas por Chávez, dirigidas a “completar la transición hacia el socialismo”, fueron derrotadas en el primer intento, realizado en 2007, apenas por dos puntos porcentuales de diferencia. Dos años después, sin embargo, logró por esta misma vía modificar la Constitución para implementar la reelección indefinida, e introducir diversos cambios que amplificaron el alcance del poder estatal.

¿Pueden acaso tildarse de “antidemocráticos” estos cambios? De ninguna manera: es indiscutible, al menos en el plano formal, que se aprobaron todos con total “legitimación democrática”, en consultas de amplia participación popular. Lo que valdría la pena discutir, en cambio, es si estas transformaciones han desvirtuado o anulado las salvaguardias del modelo republicano, dejando al país a merced de una “tiranía de las mayorías” y atizando una polarización política que hoy parece irreversible.

4. El referéndum de Austria, 1938

Citamos este ejemplo como un caso patológico. En marzo de 1938, con el Ejército alemán a las puertas, y tomado ya el poder por el Partido Nazi Austriaco, se realizó una peculiar “consulta” a los perplejos ciudadanos: si aprobaban la “reunificación” de Austria con Alemania (de la que nunca había formado parte) y, de paso, la lista de representantes designados por el Führer alemán. Desde luego, el referéndum se realizó entre ametralladoras, sin voto secreto y sin ninguna garantía para el votante—después de todo, ya para entonces Hitler había aniquilado la República en Alemania mediante la “Ley de Emergencia”, y estaba por ponerle el epitafio a su homóloga de Austria con las armas en la mano. Pero, aún con las instituciones republicanas ya destruidas, un poco de democracia le seguía siendo útil…

El resultado fue obvio: el “SÍ” obtuvo más del 99% de los votos. A todas luces, una farsa… pero al menos le permitió a Hitler pavonearse a los cuatro vientos de haber acudido “en respuesta a la voluntad expresa del pueblo austriaco”, es decir, darle una cierta legitimación democrática a la invasión. Sólo que esta vez no se trataba simplemente de una “zancadilla”, sino de un tiro de gracia para el concepto de la República.

Conclusión

Después de este análisis, debemos preguntarnos nuevamente si el referéndum es la herramienta que responde mejor al tipo de decisiones políticas que deben tomarse en nuestro país. Debemos, por supuesto, considerar si nos interesa más la República o la Democracia.  Debemos reflexionar sobre si nos interesa más privilegiar los intereses de una facción mayoritaria—o de una minoría bien organizada—o el interés general de la nación. Necesitamos preguntarnos si nuestras decisiones son más inteligentes cuando nos arrinconan entre dos extremos, o cuando nos dan la posibilidad de buscar el punto de equilibrio más satisfactorio.

Y, hechas estas reflexiones, es indispensable que estemos muy atentos a aquellos temas sobre los que ciertos sectores, aquí o allá, quieren “llamar a un referéndum”. No olvidemos que, aunque tengamos la sensación de que nos consultan, en realidad se le está entregando el poder al que hace la pregunta.

Hemos visto, por ejemplo, la intención de convocar uno para aprobar la Ley de Bienestar Animal: un proyecto que, aunque bien intencionado, tuvo la desdicha de ser secuestrado por una secta de “impulsores” fanáticos, incapaces de oír objeción alguna y de admitir que su propuesta “mascota” tuviese el menor defecto. Un referéndum en estos términos habría empoderado a esta “secta”, propiciando con ello, nuevamente, una discusión de pésimo nivel. Dichosamente, este proyecto logró ir a consulta ante la Sala Constitucional (institución de carácter “republicano” y no “democrático”, por supuesto); y esta llegó a una conclusión correcta: se tiene que legislar sobre la materia, pero no en los términos irracionales y desproporcionados en que venía la propuesta inicial.

Las implicaciones de este tema, sin embargo, son insignificantes en comparación con el otro referéndum que se intenta promover: la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Esta iniciativa es extremadamente delicada, porque—como lo acabamos de estudiar—la Constitución representa el límite último del poder político, y la protección mínima con que cuenta la ciudadanía frente a éste. Y, lo más importante, aún desconocemos qué es exactamente lo que se pretende plantear.

¿Cuáles son las razones por las que quisiera cambiarse la Constitución actual? ¿Cuáles son los cambios que se pretende introducir? ¿Serán acaso cambios tan sustanciales que no puedan hacerse por medio de reformas parciales? ¿Se pretenderá profundizar la protección a la ciudadanía tan propia de la República, o más bien implementar un giro en la dirección contraria? Todo parece manejarse en el más completo misterio para el grueso de la ciudadanía. Y eso es grave, porque este tipo de decisiones no pueden tomarse a la ligera, ni a ciegas… y menos todavía si nuestras “opciones” son simplemente un SÍ o un NO.

Estemos alertas. No vayamos a recibir una “zancadilla” en nombre de la democracia.

Robert F. Beers

 

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Oct. 7, 2016

Cuentos sin Hadas: entre la Gestión Pública y la Indigestión Ciudadana

El siguiente es un extracto de mi artículo "Cuentos sin Hadas: entre la Gestión Pública y la Indigestión Ciudadana", un recuento de cómo ha evolucionado la Administración Pública en Costa Rica desde 1949, publicado por la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires (Argentina) como parte del libro "Estado y Administración Pública: Paradojas en América Latina".

(El artículo completo puede descargarse en la sección de Publicaciones de este sitio).

 

1. Introducción: el “Patito Feo” del debate académico

Desde que la democracia se dio por sentada como un sistema político “sagrado” e indiscutible, la ciencia política —la disciplina que, en principio, debe encargarse de estudiar y explicar los diversos aspectos de la realidad política (Sartori 1986)— se ha aficionado a los temas “glamorosos” como la competencia electoral, la dinámica de los partidos políticos y la organización política de un país. De tal énfasis ha resultado una plétora de estudios, ensayos y publicaciones al respecto, algunas de las cuales —con una frecuencia que el mismo Sartori lamenta— se empeñan en “matematizarse en exceso” y en demostrar con datos alguna hipótesis que, en el fondo, resulta irrelevante para la comprensión de lo político (Cansino 2006).

 Existe, sin embargo, otra gran esfera que —como el proverbial “patito feo” de Andersen— se posterga a menudo dentro de la discusión intelectual, o es objeto de enfoques sesgados o distorsionados: la gestión pública, es decir, la organización, administración y funcionamiento de esa gran estructura política que conocemos como Estado. En efecto, esta “involución” del estudio científico sobre la administración como disciplina autónoma es señalada claramente por Ferraro (2009) al afirmar que “los estudios con una perspectiva social y política de la Administración Pública tienden a desaparecer (…), para ser substituidos por el enfoque exclusivamente jurídico y formal del Derecho Administrativo”. Un destino curioso, considerando que este “patito feo” es precisamente el tema más explorado desde los orígenes mismos de la filosofía política, y también con el que más contacto cotidiano tiene la ciudadanía en general (al menos en aquellos lugares donde la estructura del Estado sobrepasa lo meramente nominal).

Nunca se ha sabido, al menos en el contexto latinoamericano, que este “patito feo” haya acabado por convertirse en el “hermoso cisne”, en decir, en la administración pública altamente profesionalizada, permanente, meritoria, eficiente y racional, que constituye el ideal clásico planteado por Weber (1921/1964) y explicado con mayor detalle en el ensayo de Blutman y otros para esta misma edición. No en vano se ha sugerido que, tratándose de países en vías de desarrollo como los nuestros, la existencia de funcionarios expertos y capaces de implementar políticas públicas suele ser una excepción y no la regla (Huber y McCarty, 2001); y también que, con lamentable frecuencia, algunos de estos funcionarios convierten sus potestades en un artículo de comercio (Schmidtz 2015). Sin embargo, en este artículo se examinará un caso notable por la relativa solidez institucional que, al menos después de 1948 (Sánchez 2007a), ha venido demostrando: el de Costa Rica.

(El artículo completo puede descargarse en la sección de Publicaciones de este sitio, y el libro en la dirección: http://bibliotecadigital.econ.uba.ar/download/docin/docin_ciap_08_ne.pdf ).