Nov. 2, 2016

El Dr. Frankenstein y la Asamblea Constituyente (II Parte)

En nuestra anterior publicación señalamos lo ilimitado del poder de una Asamblea Constituyente como la que (con argumentos bastante demagógicos y poco convincentes) pretende convocar cierto grupo mediante un referéndum.

Mencionamos que el proyecto de marras incurría en un fallo fundamental: confundir el modelo de una República con el de una "democracia", debilitando en consecuencia el primero. Dijimos que había serias razones de fondo para dudar de esta iniciativa, y a continuación exploraremos dos de ellas.

I. Las intenciones: ¿concentrar poder o suprimir derechos?

En el entorno latinoamericano, quienes han impulsado la convocatoria de Asambleas Constituyentes durante las últimas dos décadas han sido gobernantes como Hugo Chávez, Evo Morales o Rafael Correa, a quienes se suele ubicar ideológicamente en la izquierda profunda y han recibido con regularidad etiquetas como “populistas” y “autoritarios”.

Pero en Costa Rica, curiosamente, sucede todo lo contrario: los que han pretendido asumir el papel del Dr. Frankenstein no han sido los simpatizantes de Chávez y compañía, sino conocidos exponentes de la derecha económica como Miguel Ángel Rodríguez y Rodrigo Arias, conservadores como José Miguel Corrales, y (en la adaptación que hoy está en cartelera), un liberal social como Alex Solís, rodeado de un grupo cuya integración sólo él conoce.

En todas las ocasiones hemos escuchado la misma promesa: “no se piensa en alterar las libertades individuales, sino en modificar el sistema político”. El problema, desde luego, es el sentido de las modificaciones sugeridas, pues por lo general tienden a romper el equilibrio de poderes que caracteriza al sistema republicano. Rodríguez y Arias, en su momento, coincidían en la idea de concentrar más poder en la Presidencia de la República. El primero, por ejemplo, proponía que el Presidente pudiera disolver el Congreso por decreto y llamar a elecciones adelantadas; y el segundo, restringir el acceso de la ciudadanía a la información pública, y sacar de la Sala Constitucional el conocimiento de los recursos de amparo (el medio de defensa republicana de las libertades individuales), además de permitir que el Presidente y los Ministros influyeran activamente en la elección de sus sucesores, interviniendo sin recato alguno en las campañas políticas (adiós a las “elecciones justas”).

Ahora bien, ¿será tan cierto que no se pretenden restringir derechos ya reconocidos? De nuevo, hay razones para dudar. Y la principal es esta: si la intención de los proponentes fuera ampliar los derechos de la ciudadanía, no se necesita una Constituyente. Bastaría con impulsar reformas parciales.

El poder para realizar reformas parciales a la Constitución es también un poder derivado: la propia Carta Fundamental lo establece. El asunto es que, como ya hemos analizado, el poder derivado siempre tiene límites. Uno de esos límites es la tácita prohibición de reformar la Constitución para disminuirle derechos a la ciudadanía. Este fue exactamente el argumento que empleó la Sala Constitucional para restablecer la reelección presidencial en el año 2003. En aquel momento se dijo que el poder derivado sólo podía utilizarse para favorecer a la ciudadanía, pero no para perjudicarla. Y quedó plasmado, también, que las disminuciones de derechos sólo podían introducirse mediante Asamblea Constituyente.

En otras palabras, la Asamblea Constituyente sólo es indispensable cuando el objetivo es eliminar derechos y libertades. O bien, según el artículo 7 de la actual Constitución, cuando se deba aprobar un tratado internacional que nos obligue a ceder territorio o alterar la organización política republicana del país (situación que no está contemplada ahora). Cualquier otro punto puede ser objeto de reforma parcial.

Aquí cabe entonces preguntarse: ¿cuáles son los aspectos concretos de la Constitución del 49 que tanto estorban para “vivir mejor”, y que no se puedan cambiar por medio de enmiendas?

II. El contenido del proyecto “inicial” no es vinculante para la Asamblea Constituyente

Del proyecto promovido por Alex Solís y su misterioso grupo, la información ha circulado a cuentagotas. Se sabe que incluye temas como la laicidad del Estado (o abolición de una “religión oficial”), la legitimación de las sociedades de convivencia homosexual, la revocatoria de mandato contra diputados, el establecimiento de grados académicos mínimos para ciertos puestos de elección, la conversión de la Contraloría en un órgano colegiado (tres integrantes) y los límites a la permanencia de los Magistrados de la Corte Suprema de Justicia en el cargo. Desdichadamente, del resto no se ha divulgado gran cosa (probablemente don Alex nos recomiende, para informarnos mejor, comprar su libro).

Sobre cada uno de estos puntos podría, claro está, abrirse un interesante debate. Pero incluso asumiendo que este proyecto vaya a mantenerse incólume (es decir, que ni una sola moción se apruebe para cambiar su redacción), bastaría con algunos de estos contenidos para desmentir la afirmación de que los derechos fundamentales que conocemos hoy vayan a salir completamente intactos.

La manoseada “laicidad del Estado”, ¿cómo entenderla? Se nos dice que no estará en juego la libertad de culto (actualmente reconocida en el artículo 75 de la Constitución vigente), sino únicamente la oficialidad del credo católico. ¿Será tan cierto? Este tema será sin duda objeto de disputas; y aún las soluciones “de consenso” podrían resultar problemáticas. Imaginemos una redacción como la siguiente: “El Estado se abstendrá de promover ninguna creencia religiosa, sin impedir el libre ejercicio en la República de todo culto que no se oponga a los derechos humanos”. Inocua, en apariencia… pero con una norma como esta, es razonable pensar que algún colectivo feminista objete el ejercicio del islamismo en suelo nacional, argumentando que contradice los derechos de las mujeres. Igual objeción podrían interponer, arropados en los “derechos humanos”, los activistas del movimiento gay en cuanto al cristianismo.

En tales circunstancias, ¿se concretará el Estado a la neutralidad “pasiva” de nuestros días, o se lanzará, como sucede hoy en los Estados Unidos, a reprimir cualquier manifestación de espiritualidad en los espacios públicos? ¿Llegaremos a rayar en el ateísmo de Estado? ¿Podría suceder—como se ha visto recientemente en la ciudad estadounidense de Houston—que las autoridades políticas exijan a los sacerdotes, rabinos o pastores copia previa de sus sermones? Sobre extremos tan delicados vale la pena una larga y serena reflexión.

Ahora bien, hasta aquí hemos asumido que el proyecto de Alex Solís y los suyos vaya a aceptarse como texto base. ¿Y si no fuera así? En 1949, cuando se elaboró la Constitución actual, la Junta de Gobierno jefeada por José Figueres Ferrer envió a discusión un proyecto elaborado por Rodrigo Facio y otros preclaros intelectuales del Partido Social Demócrata. La Asamblea, empero, rechazó este texto y resolvió en cambio emplear como base la anterior Carta Fundamental de 1871. ¿Habrá algo que impida que una moción en este sentido triunfe en una eventual nueva Asamblea? Pues no. Ya hemos visto que la Asamblea es soberana. Y por consiguiente, todo estaría en juego… incluso los derechos que hoy damos por descontados.

Por ejemplo, el más esencial de todos los derechos: el derecho a la vida. La Constitución actual la considera “inviolable”, y este aspecto no puede variarse por medio del poder derivado. La única forma de que “apliquen restricciones” sería por decisión de una Asamblea Constituyente. Pero, ¿qué tipo de restricciones podrían caberle? ¿La pena de muerte, o el aborto sin restricciones? Como vimos en el ejemplo anterior, bastaría con una moción, sagazmente redactada, para que se imponga una posición extrema… ¡con rango constitucional!

Y todavía no hemos hablado de la organización política del país… Ese y otros temas los tocaremos en nuestra tercera (y final) entrega.

Invito a repasar la Primera Parte de nuestro análisis, o bien a leer la Tercera Parte.

Robert F. Beers

 

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