Sep. 29, 2016

El hilo se rompe… por el centro

Decían nuestros abuelos que “el hilo se rompe por lo más delgado”. ¿Se aplicará esta gota de sabiduría popular a nuestra realidad política? Sin duda.

Imaginemos una cuerda, un mecate fuerte y de regular grosor. Desde la izquierda alguien empieza a tirar de él con todas sus fuerzas, mientras que otro hace lo mismo desde la derecha. Naturalmente, el mecate se va estirando y la tensión aumenta. ¿Cuál es su punto más tenso? ¡El centro, por supuesto! Y al ser este el punto de mayor tensión, es el que tiene más posibilidades de romperse.

¿Qué pasa si uno de los extremos es más fuerte que el otro? Caerá por su propio peso y arrastrará consigo a su oponente y a la cuerda misma.

¿Y si los dos extremos son demasiado fuertes? La cuerda se rompe y ambos, el de la izquierda y el de la derecha, se irán al suelo. Además, la soga quedará inservible.

Si esa cuerda representa nuestro país, y no queremos que se nos rompa, ¿qué debe hacerse? Reforzar el centro y neutralizar a los extremos. No solo a uno de los extremos: a ambos (recordemos lo que pasa si uno se vuelve más fuerte que el otro).

Este ejemplo, rudimentario quizás, es una manera de explicar esos términos tan manoseados que se emplean en nuestro medio al comentar sobre política: “izquierda” y “derecha”, invocados casi siempre para rehuir un debate informado y apelar en cambio a prejuicios emocionales.

El origen de los términos lo encontramos en la forma en que se sentaban los diputados en Francia después de la Revolución de 1789. Los más “revolucionarios” se acomodaban en las bancas de la izquierda, mientras los defensores del régimen caído se agolpaban a la derecha. En las bancas del centro, los moderados y los indecisos.

Hoy suele asociarse “izquierda” con anarquismo, comunismo, socialismo y partidos “progresistas” (“izquierda light”) o “verdes”. Mientras que la etiqueta de “derecha” se acomoda con posiciones ultracapitalistas, reaccionarias, militaristas y racistas hasta llegar a los nazis. La pregunta de rigor, parafraseando a los comediantes Abbott y Costello… “¿Quién está en el centro?

Desde hace unos 25 años (cuando un politólogo estadounidense desconocido hasta entonces, Francis Fukuyama, soltó su memorable disparate sobre “el Fin de la Historia” y el triunfo final de la democracia liberal como sistema político), la respuesta a esa vital pregunta ha sido dejada a un lado. Esto no deja de ser alarmante, puesto que—como vimos desde un inicio—es el centro lo que debería reforzarse más para mantener el equilibrio y evitar las rupturas. Pareciera que las palabras de Fukuyama llevaron al centrismo político a una especie de sopor triunfalista, un letargo autocomplaciente similar al de un equipo deportivo que se preguntase: “¿Para qué seguir entrenando, si ya somos campeones?”…

El resultado está a la vista: los sectores políticos más sensatos abdicaron su responsabilidad. Renunciaron a pensar, a estudiar, a analizar. Entraron en una anemia intelectual. Se volvieron incapaces de plantear y articular un proyecto político propio, con el cual entusiasmar y convocar la esperanza de la ciudadanía. Se conformaron, en cambio, con definirse a sí mismos simplemente como la negación de los extremos (“no soy ni comunista ni neoliberal, entonces soy de centro”). En otras palabras: el centro le regaló a los extremistas la iniciativa del discurso político. Se salió del debate, a la manera de un actor que se sale bruscamente del escenario y deja al público a merced de un par de payasos gritones. Y gracias a esto, ahora son esos “payasos” los que definen los términos en que se discuten los asuntos de interés general.

En otros momentos he afirmado que, en Costa Rica y alrededor del mundo, el debate político ha pasado a ser una desaforada “carrera hacia los extremos”. Con el auxilio creciente de las redes sociales—verdaderos megáfonos del fanatismo—y la complicidad de unos medios de comunicación cada vez más populistas, superficiales e interesados en debilitar la esfera política para fortalecerse a sí mismos, ahora son las sectas más desorbitadas las que intentan imponer sus puntos de vista, sin ninguna capacidad de dialogar racionalmente, y sin ninguna oposición organizada por parte de los sectores que debieran ser la voz de la sensatez. Es decir, la soga de nuestro ejemplo está deshilachando el centro y fortaleciendo los extremos.

Lo alarmante, empero, no es la conducta de los extremos. De ellos sabemos que seguirán siendo lo que siempre han sido: dogmáticos, ignorantes, fanáticos, sectarios, vociferantes, oportunistas, patanes, mentirosos, manipuladores, demagogos… El problema es que, sabiendo todo esto, el centro no tenga siquiera idea de cómo elaborar una propuesta novedosa y sensata para contrarrestarlos. Esta mediocridad intelectual, por supuesto, también es más fácil de entender mediante ejemplos concretos, de los cuales repasaremos tres:

  1. Elecciones en Costa Rica, 2014

    Casi desde el inicio mismo de la campaña presidencial hacia las elecciones de 2014, resultó claro el agotamiento ideológico del espectro “centrista” en el medio local. El mayor referente histórico de dicha corriente en el país, el Partido Liberación Nacional (PLN), no demostró ser capaz de plantear un proyecto concreto o un objetivo real más allá de conservar el poder que ya tenía. ¿Cuál fue su planteamiento? Inflados a conveniencia el Movimiento Libertario (derecha ultracapitalista) y el Frente Amplio (izquierda socialista), el PLN pensó que le bastaba con pararse en medio de ambos extremos y presentarse como el “centro” simplemente por no ser ninguno de los dos, sin ofrecer nada más. ¿Cuál era el gran objetivo? Seguir siempre igual, que nada cambiara, porque las únicas opciones de cambio —nos decían— eran más peligrosas que el estancamiento. Conformismo para sustituir la esperanza.

    ¿Por qué fracasó esa estrategia? Porque tenía que fracasar. No era simplemente un problema del candidato; era una enfermedad mucho más profunda. Al encontrarse el PLN tan desgastado luego de 8 años de gobierno, y carecer por añadidura de un proyecto político claro más allá del “seguir igual y no arriesgar”, le abrió todos los flancos de ataque a sus adversarios. El electorado le dio rotundamente la espalda, en beneficio (irónicamente) del rival al que siempre pretendió ignorar: el Partido Acción Ciudadana (PAC), que hizo las veces de “gallo tapado” y logró su ya acostumbrada avalancha de última hora. ¿Y qué ofrecía el PAC, quizá la agrupación ideológicamente más ambigua del país? Una simpleza similar: no ser ninguno de los dos extremos… pero con el valor adicional de no ser tampoco Liberación. Con eso le bastó y le sobró.

  2. Campaña electoral en los Estados Unidos, 2016

    Lo sucedido en Costa Rica de ninguna manera es un caso aislado. El espectáculo que hoy ofrece la campaña presidencial en los Estados Unidos es otro síntoma de la mediocridad intelectual reinante hoy en los sectores “moderados” a nivel global, y de su incapacidad para construir, convencer e ilusionar. Las candidaturas recibidas con entusiasmo no fueron nunca las del “establishment” más o menos centrista (Jeb Bush, John Kasich o Hillary Clinton), sino las que tenían un carácter “insurgente” y un discurso claramente más radical (Bernie Sanders o Donald Trump).

    Y observamos de nuevo el mismo fenómeno, esta vez personificado en la candidatura de Hillary Clinton. ¿Cuál ha sido su estrategia? ¡La misma! Poniendo al idealista Sanders como la “izquierda” y al bombástico Trump como la “derecha”, pide el voto simplemente por no ser ninguno de los dos. Al igual que lo intentó (fallidamente) el PLN en Costa Rica, Hillary se plantea a sí misma como la única opción “de centro”.

    Claro está, hay un problema de fondo en ese mensaje: identifica el “centro” como una opción política vacía, sin contenido, conformista e inmóvil (lo que la convierte en ultraconservadora por sus consecuencias, y por ende la elimina como un “centro” real, según lo que hemos venido explicando). Y por supuesto, le entrega gratis a los extremismos la bandera del cambio, el entusiasmo y la emoción.

    Es improbable, desde luego, que Hillary Clinton y sus acólitos se hayan percatado de este fallo, o que les importe gran cosa. Su preocupación inmediata y casi exclusiva es ganar las elecciones de noviembre; pero, a juzgar por la forma en que se conduce esa campaña y el nulo carisma personal de la aspirante, pareciera que su única esperanza es que en los Estados Unidos los temerosos sean mayoría.

    ¿Tiene Hillary Clinton un modelo político al que pueda aspirar su país? Pareciera que no. Y esto también es revelador. No deja de ser irónico que la candidata del “sigamos igual” provenga del mismo partido que eligió a Barack Obama en el 2008 prometiendo “esperanza y cambio”. También aquí el “centro” perdió la iniciativa.

    ¿Tendrá éxito la “inevitable” Hillary Clinton? Al margen de lo que pase en noviembre, es difícil catalogar como “éxito” el haber sacado del anonimato a Bernie Sanders y haber tenido que manosear las primarias para evitar que ese “desconocido” acabara siendo el nominado. Y lo es mucho más el hecho de que, con sus 30 años de experiencia política y con el apoyo casi unánime de los medios de comunicación, la tenga en jaque un candidato que todavía hoy suena a chiste o a canción de Ricardo Arjona. ¡Donald Trump…!

  3. El “Brexit” y los movimientos políticos en la Unión Europea

    Si trasladamos nuestra mirada a Europa, encontraremos un panorama sospechosamente similar. De hecho, y tal como lo analizamos en otra publicación de FACTORES+, la Unión Europea se ha vuelto quizás el arquetipo de la orfandad intelectual del “centro”, reducido a la repetición de eslóganes nobles y generalidades “consensuadas”. Pero, una vez más, el embate de una serie de crisis ha dejado al desnudo la escasa imaginación y minúscula capacidad de respuesta de las tendencias políticas más comprometidas con el “statu quo”, fertilizando de nuevo el terreno para el surgimiento de corrientes políticas más virulentas.

    Desde el atascamiento político que ha vivido España durante más de un año (debido en parte a la crecida del izquierdismo de nuevo cuño bajo la bandera del movimiento “Podemos”), pasando por una Grecia donde la derecha cruda del “Amanecer Dorado” y la izquierda bravucona de “Syriza” estiran la cuerda retando a las fuerzas políticas más “tradicionales”, hasta el terremoto geopolítico causado por el inesperado resultado del referéndum británico rechazando su permanencia en la Unión Europea (el “Brexit”), pareciera que la ineptitud o incapacidad de los políticos de “centro” para encontrar salidas efectivas y creíbles a las grandes crisis no es privativa de este lado del Atlántico.

    El caso de la Gran Bretaña es especialmente emblemático. Por un lado, la elección de Jeremy Corbyn como líder del Partido Laborista en 2015 significó, en palabras del articulista Alex Massie, la cooptación de esa agrupación por la “izquierda dura” y, en consecuencia, su “suicidio político” como opción moderada. Por el otro, el Partido Independentista del Reino Unido (UKIP, por sus siglas en inglés) apareció en escena como una alternativa de corte más nacionalista, nostálgico y quizá reaccionario, mientras que al norte los laboristas eran barridos por el Partido Nacionalista Escocés (SNP).

    Frente a estos sucesos, el Partido Conservador del primer ministro David Cameron optó también por el camino más fácil: plantearse a sí mismo como la opción de “centro”, simplemente por exclusión de los “extremos”. Y una vez más, acompañarlo del vacío ideológico… en una coyuntura tan crítica como la del referéndum que se avecinaba (convocado por él mismo bajo la presión de los sectores más euroescépticos). ¿La propuesta de Cameron? Nada que construir, nada que gestar, ningún logro que obtener. Seguir igual, que nada cambie, porque cambiar es peligroso… “un salto al vacío”, repetía.

    Y también a él le dio la espalda el electorado. También a él se le derritieron entre los dedos las encuestas favorables que le pronosticaban (o más bien, parecía que pretendían inducir) el resultado que deseaba. En pocas horas quedó clarísimo para el Gobierno británico que una mayoría de sus ciudadanos estaban hartos de fingir satisfacción con una política sin identidad. Y la Gran Bretaña resolvió divorciarse de la artificiosa Unión Europea, ese paraíso de lo “políticamente correcto” que ahora, a pesar de sus poses como modelo de integración, amenaza con desmoronarse de un momento a otro.

¿Qué podemos aprender de estos tres ejemplos? Primero, que para que el “centro” sea un baluarte contra los extremismos, no puede ser un centro “vacío”. Necesita articular un proyecto, una meta, un ideal, algo más que el simple “sigamos igual, porque las alternativas son peores”. El centro “vacío” no es centro; es, en el fondo, una defensa a ultranza del “statu quo”, una posición netamente reaccionaria.

Y segundo… que el miedo, por sí solo, no sirve como argumento electoral. Si, volviendo a los Estados Unidos, los demócratas están contando con que el pánico que inspire Donald Trump los hará ganar en automático, es evidente que no aprendieron nada del “Brexit”.

Posdata: ¿Qué pasa si el proceso continúa?

Si queremos saber dónde puede llevarnos ese debilitamiento del centro, hay un ejemplo histórico clarísimo: la Alemania de 1932. La escasa imaginación e iniciativa de los partidos “moderados”, puesta de relieve por la profunda crisis económica mundial de 1929, facilitó el crecimiento electoral del Partido Comunista a la izquierda, y del Partido Nazi a la derecha. A duras penas retardaron los centristas una catástrofe, aliándose entre sí para mantener en la Presidencia al anciano mariscal Hindenburg y evitar así la elección de Hitler. Pero la semilla de la muerte iba a quedar plantada en el Parlamento menos de dos meses más tarde, al producirse la infame “mayoría negativa”. Nazis y comunistas llegaron a sumar más diputados de los que podían reunir todos los demás partidos juntos. Enemigos entre sí, pero más enemigos de la República, con sus votos impedían a los centristas formar un gobierno, pero al ser extremos opuestos, jamás se hubieran unido para formarlo ellos. ¿El resultado? Lo sabemos todos: la cuerda se rompió y, con el centro aniquilado, uno de los extremos se impuso violentamente sobre el otro y precipitó al mundo entero en un caos.

Quizás los “extremistas” de nuestros días no parezcan ser tan brutales como los del ejemplo anterior. Al menos por ahora, disimulan mejor y procuran llegar al poder por vías más o menos democráticas (la forma en que adulteran la democracia una vez que lo consiguen es otro tema, aunque también tiene antecedentes hitlerianos). Pero bien decía George Santayana que “los que no aprenden de sus errores están condenados a repetirlos”.

¿Y cuál debiera ser el contenido de una propuesta “centrista”? ¿Cuál es el proyecto sobre el que debiera marchar? La respuesta a esa pregunta, desde luego, amerita una prolongada y equilibrada reflexión. Sobre ese tema conversaremos muy pronto.

Robert F. Beers

 

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Aug. 31, 2016

La peste bubónica, el Titanic y un incendio en Limón centro

Probablemente se preguntarán mis lectores qué tienen que ver estos tres elementos tan disímiles. Nada, seguramente… si uno se queda en lo superficial. Pero si nos aventurásemos a hurgar un poco en la historia universal, descubriríamos los insospechados nexos que a menudo se entretejen en el destino de las naciones.

Irónicamente, esa exploración comenzó para nosotros por el final: la noticia de un incendio en el propio centro de Limón. Un enorme caserón de madera pintado de color turquesa ardió violentamente, sin que los bomberos pudiesen impedir que el 70% del local quedase destruido.

Para algunos (sin duda desde el “romboide” central del país), encaramados en el pedestal de estupidez intencional que suele exhibirse en las redes sociales, el incendio de marras no significaba nada. Otro galerón viejo de que el fuego daba cuenta. Para un sector vital de la comunidad limonense, empero, la conflagración representaba una catástrofe, una verdadera estocada en el corazón de su identidad cívica y cultural, comparable a la pérdida de la Casona de Santa Rosa o a la destrucción del Teatro Raventós.

¿Por qué era tan importante esta edificación? Para mí, la única manera de saberlo con certeza era lograr que me lo explicase un limonense. Dichosamente podía acudir a la persona indicada: el Dr. Sherman Thomas, amigo personal desde hace casi 20 años, quien además de sus vastos conocimientos sobre historia y su extraordinaria capacidad, tiene la inigualable ventaja de conocer en carne propia la peculiar riqueza cultural de nuestro Caribe.

Y aquí me llevé la primera sorpresa: escucharlo decir que el principio de la historia se remontaba siete siglos atrás. Al año 1348.

En ese año alcanzaba su cenit la terrible epidemia de la peste bubónica que, extendida desde el Lejano Oriente, aniquilaba a más de la mitad de la población de Europa. La hecatombe humanitaria no sólo iba a dejar profundas cicatrices culturales y políticas, sino que tendría repercusiones no menos monstruosas en el plano socioeconómico.

Por entonces el sistema productivo imperante en el Viejo Continente era el feudalismo, un modelo en el cual los reyes “pagaban” a sus ministros y caballeros a su servicio nombrándolos duques, condes o barones de tal o cual territorio. En aquel territorio, toda la población (los “siervos de la gleba”) pasaba a ser propiedad personal del señor feudal, quien les cobraba tributo, administraba justicia y ofrecía protección militar. Dado que los nobles y señores feudales eran muy escasos, y muy numerosos los siervos de la gleba, el sistema resultaba ser altamente efectivo.

Y en eso llegó la peste bubónica y exterminó a millones de seres humanos. Naturalmente, la aplastante mayoría de esos millones resultaban ser siervos de la gleba. Como resultado, ahora había mucho menos manos para trabajar las tierras de los señores feudales sobrevivientes. Caída la productividad, la consecuencia natural debía ser la escasez. ¡Una depresión económica de escala continental!

Ante tremenda crisis, solo había una salida posible: conseguir más gente para trabajar. Europa necesitaba urgentemente mano de obra. Pero, ¿de dónde iban a sacarla?

La respuesta iba a encontrarla el reino de Portugal—uno de los territorios menos afectados por la peste—. Al extremo sudoccidental de la península europea, era poca la influencia que podía tener… pero empujados por la misma desesperación de sus vecinos, los portugueses buscaron su escape natural: el mar. Y por mar, a inicios del siglo siguiente, llegaron sus exploradores a las costas de África, donde hallaron precisamente lo que buscaban: ¡naciones enteras repletas de gente apta para el trabajo!

Desde luego, los lusitanos vieron en la nueva situación la oportunidad de tomar ventaja económica: gracias a su sofisticado armamento, podían subyugar con relativa facilidad a estas naciones africanas y trasladar miles de personas a Europa, donde podrían venderlas como mano de obra para reemplazar a la generación perdida de “siervos de la gleba”. Y así nació el comercio masivo de esclavos negros.

En pocas décadas el Viejo Mundo se nutrió profusamente de esclavos; empero, un nuevo suceso alteró en definitiva cualquier posibilidad de equilibrio. La expedición española de Colón, en busca de una ruta comercial alterna a las controladas por sus rivales portugueses y sus enemigos turcos, se tropezó literalmente con un continente “desconocido”: América.

Al iniciarse la colonización, los esclavos negros vinieron también con sus amos… y no olvidemos que solía haber siempre más esclavos que señores. Y que durante los primeros 40 años de la Conquista, la totalidad de los recién llegados (blancos o negros) eran hombres, pues no existe evidencia de la venida de una sola mujer a bordo de esas temerarias carabelas. La conclusión es obvia: el mestizaje se produjo mucho más aceleradamente de lo que suelen enseñarnos en las clases de Estudios Sociales. Y ese mestizaje involucró también a los esclavos traídos de África (me señalaba el Dr. Thomas que en los asentamientos más antiguos de Costa Rica—Cartago y Esparza—, así como en la región de Nicoya, había numerosos afrodescendientes, desde mucho antes de la venida de la última oleada durante el siglo 19).

Durante esta etapa los británicos y los franceses desplazaron a los portugueses como los principales comerciantes de esclavos, de modo que Jamaica y Haití se volvieron “centros de acopio” desde los cuales eran enviados a las colonias alrededor del Caribe, desde el sur de los actuales Estados Unidos hasta las plantaciones de Brasil. Esto explica, naturalmente, el predominio de los negros en ambas regiones… así como el hecho de que desde Jamaica fuesen traídos al litoral caribeño costarricense para trabajar en el Ferrocarril al Atlántico y en las compañías bananeras, ya en la década de 1880.

Precisamente en esa década iba a nacer en Jamaica un hombre llamado Marcus M. Garvey, quien con el correr de los años iba a convertirse en alma e inspiración de un movimiento de “redención” para la comunidad negra de todo el Caribe. Garvey gestó en 1914 una organización llamada UNIA (Universal Negro Improvement Association) y, apropiándose del lenguaje del Movimiento Judío Sionista, comenzó a hablar de la “diáspora africana” y de la necesidad de unir a la comunidad en procura de retornar en libertad a las tierras de su origen.

Durante esta época, las industrias navieras desarrollaban un lucrativo negocio mediante los viajes transatlánticos, llevando millares de inmigrantes (primordialmente blancos) de Europa hacia los Estados Unidos. Descollaba entre ellas una empresa británica denominada White Star Line, que bajo la gerencia de J. Bruce Ismay se empeñaba en ofrecer a sus viajeros las condiciones más lujosas y los máximos adelantos tecnológicos del momento. Si el nombre nos resulta familiar, es por una razón muy concreta: la White Star Line era la dueña del malhadado Titanic, naufragado frente a las costas de Canadá en abril de 1912.

El éxito de la White Star Line, empero, tuvo una consecuencia inesperada en la imaginación de Marcus M. Garvey: la idea de crear su contraparte, una línea naviera dirigida a repatriar a los negros de América hacia África. ¿El nombre que le dio a su empresa? Black Star Line. La idea finalmente no dio el resultado esperado, pues los buques con los que llegó a contar Garvey le dieron más dolores de cabeza que éxitos concretos, y lo sumió en frecuentes controversias, especialmente en los Estados Unidos. Sin embargo, logró adquirir un poderío simbólico que aún en nuestros días es visible (por ejemplo, la bandera de Ghana tiene en su centro una estrella negra, a modo de homenaje a la gesta inconclusa de Garvey).

Este dirigente recorrió tanto el sur de los Estados Unidos como las naciones centroamericanas (iniciando por Costa Rica, donde vivía un tío suyo), promoviendo su pensamiento e intentando establecer empresas que creasen empleo específicamente para los negros. Además, percibiendo la necesidad de fortalecer la identificación y los vínculos socioculturales en el seno de las diversas comunidades afrodescendientes, hizo edificar numerosos “Liberty Halls” (Salones de la Libertad) que funcionaran a la vez como centros de reunión, escuelas, gimnasios y comercios. Uno de estos fue levantado en el centro de Limón… y se trataba precisamente del inmueble arruinado por el incendio. El que había sido conocido bajo el nombre de la empresa naviera de Garvey: “Black Star Line”.

En Limón, nos narraba el Dr. Thomas, este edificio se volvió el epicentro de la cultura afrodescendiente en CR, en especial para celebrar el Día del Negro (31 de agosto). Fue, como lo hemos expuesto ya, el sitio de reunión de la comunidad… y también el de entrenamiento de los boxeadores limonenses. Funcionó además como escuela, restaurante, punto de ventas, e incluso albergó un bufete; pero su principal función, en realidad, era la de constituir esa gran sombrilla de la identificación cultural, es decir, identidad y pertenencia, sin importar si el énfasis estuviese en la veta africana o en la autenticidad limonense. Una identidad que va más allá del mero baile y carnaval, que a menudo distorsionan el mensaje y la percepción que tenemos en el “romboide” sobre ella. Una cultura intensamente “de iglesia”, “del cacao”, “de compromiso”, de respeto y de estudio, con profusa influencia británica y poco contacto con el “romboide” central, al que sólo había acceso por ferrocarril hasta la década de 1970, y con el que únicamente se establecía contacto cuando un limonense decidía salir a estudiar.

Hoy esa cultura celebra su día con un enorme vacío en su corazón, dejado por la pérdida del “Black Star Line”. Sin embargo, de adversidades mayores se han sabido levantar, y sin duda lo harán una vez más.

Robert F. Beers

Aug. 1, 2016

Europa en su telaraña, I Parte

En una realidad tan acelerada como la que enfrentamos, no pasa un mes completo sin que el mundo parezca volverse al revés.

En ese lapso tan corto asistimos a una docena de actos terroristas en Francia, Alemania, Israel, Irak y Afganistán; un cruento y fallido golpe de Estado en Turquía; y un referéndum en el Reino Unido cuyo resultado originó un terremoto económico mundial y abatió espectacularmente al gobierno del Primer Ministro Cameron. Además, nos toca ser espectadores de una tragicómica batalla electoral en los Estados Unidos, donde un bipartidismo anquilosado y una fatiga generalizada hacia la política “tradicional” tiene a los votantes atrapados entre la retórica incendiaria de Donald Trump y una Hillary Clinton cuya “inevitable” candidatura (finalmente impuesta por la cúpula demócrata) resulta más falsa que lágrimas de telenovela.

Del fenómeno estadounidense habrá que comentar muchísimo, y lo haremos oportunamente. En esta oportunidad, sin embargo, es el caso (o el caos) europeo el que vendrá bajo nuestra modesta lupa.

Claro está, no es ninguna novedad que Europa atraviese tiempos turbulentos. La imagen de apacible y arrogante civilidad que se esfuerzan por proyectar sus dirigentes desde hace 50 años casi nos hace olvidar que, de las siete guerras más sangrientas de la historia, cinco se originaron en suelo europeo: la Guerra de los Treinta Años, la Guerra Napoleónica, la Guerra Civil Rusa y las dos Guerras Mundiales.

Algo de eso debe tener relación con la curiosa obsesión que, al menos desde los tiempos grecorromanos, ha tenido el Viejo Mundo con la idea de un gran imperio supranacional. Desde la proclamación de Augusto César, pasando por Bizancio, el Imperio Carolingio, el Sacro Imperio Romano Germánico, la conquista de América, la Francia de Napoleón, la Liga de Emperadores del siglo 19, el reparto de África, la Unión Soviética, el Tercer Reich, hasta llegar a la Unión Europea, la historia de aquel lado del orbe pareciera la eterna búsqueda del método más preciso para crear alguna especie de imperio estable y duradero.

Especial mención amerita el último de estos intentos. No cabe duda de que, al igual que todos los anteriores, había cierto ingrediente nostálgico respecto a la grandeza del Imperio Romano (lo que puede observarse en el hecho de que el pacto que hizo nacer la Comunidad Económica Europea fue “casualmente” el Tratado de Roma, firmado en esa ciudad en 1957).

Lo notable, sin embargo, es precisamente eso último que acabamos de mencionar: que la tentativa no se originara, como tantas otras, en el factor militar… sino en la decisión pura y simple de un grupo de actores políticos, determinados a lograr mediante alianzas y pactos la anhelada mezcla. Así Europa es posiblemente el más acabado ejemplo de una integración construida “desde arriba”, es decir, definida y ejecutada exclusivamente desde las más elevadas cúpulas del poder.

El proyecto no carecía de sentido, al menos a los pragmáticos ojos de los dirigentes de la Europa Occidental de entonces. La idea de un mercado común, como base para una futura integración política, era a la vez una reacción contra el nacionalismo y contra el comunismo (a cuya interacción atribuían el estallido de la Segunda Guerra Mundial). Ahora bien, no era fácil darle legitimidad a una sumatoria tan artificial invocando simplemente esos miedos. Después de todo, otra de las causas evidentes de la guerra había sido la pusilanimidad de esos mismos dirigentes políticos frente a ambas amenazas. Y además, eran los pobladores de todos los países implicados los que se habían desangrado y masacrado mutuamente, apenas unos cuantos años antes. Todavía se estaban reconstruyendo ciudades, y aún no volvían a casa todos los prisioneros de guerra. El odio mutuo acumulado por siglos recién se había renovado de la forma más cruenta. Y en los países, como en las personas, heridas tan profundas no suelen sanarse tan rápido.

¿La solución a este dilema? Un barniz de idealismo. ¿Para qué admitir el miedo al comunismo, o el deseo de neutralizar al nacionalismo violento, cuando más bien se podían invocar nobles causas? La democracia, los derechos humanos, el progreso, la libertad, la igualdad, la tolerancia, el secularismo, el consenso, la fraternidad internacional, la responsabilidad ambiental, la gobernanza, la multiculturalidad, las puertas abiertas a la migración humana… Todas estas hermosas etiquetas (al son, por supuesto, de la Oda a la Alegría de Beethoven) encontraron su expresión en el discurso oficial europeo, y produjeron paulatinamente que se levantara una criatura burocrática de dimensiones continentales, que desde las alturas de su laboratorio sociopolítico de Bruselas dejaban caer una norma tras otra, intentando hermanar tanto países como ideologías en una única talla, muy liberal en lo económico y algo socialista en cuanto a las políticas públicas, pero siempre vendiéndose a sí misma como el paradigma de la cooperación internacional democrática.

Y curiosamente, funcionó… por un tiempo.

Si la Unión Soviética fue un experimento del socialismo estatal, que perduró apenas por una generación, la Unión Europea vendría a ser el experimento de lo “políticamente correcto”… y, por lo que está viendo en nuestros días, también estaría limitado a una generación. Víctima, irónicamente, de su propio discurso.

Parafraseando a Karl Popper, cuando una teoría aparece como la única solución posible a un problema determinado, es señal de que no se ha comprendido ni la teoría ni el problema. Es bastante claro (ahora) que Europa, como la URSS en su momento, no comprendió a Popper.

En Bruselas y en todas las capitales de los países integrados se escuchaba esencialmente la repetición de la misma teoría, un discurso oficial que parecía irrefutable… pero que lentamente fue convirtiéndose en una telaraña que enredó incluso a quienes lo habían impulsado con más pasión. Y ahora la Unión Europea, construida sobre esos pies de barro, empieza a resquebrajarse por causa de una irresistible presión interna de sus propios ciudadanos… quienes, a pesar de la mascarada de sus gobiernos y del esfuerzo por borrar de un plumazo sus identidades y diferencias, nunca fueron parte real del proceso integracionista, ni acabaron de sentirse cómodos con una “solución” que no parecía resolver realmente sus viejos problemas, y más bien creaba otros nuevos.

La Unión Soviética reprimía la disensión mediante la primitiva brutalidad de un estado policial. La Unión Europea, por el contrario, apeló a un método más refinado (y efectivo, como pudieron comprobar de camino) de represión de la disidencia: la culpabilidad, el etiquetamiento y el aislamiento mediático. Mediante este método el discurso oficial se volvió inatacable, pues cualquier reclamo, legítimo o no, podía desestimarse fácilmente mediante una etiqueta que evocara fantasmas indeseables del traumático pasado: “separatismo”, “gremialismo”, “xenofobia”, “racismo”, “retroceso”…

La fórmula también funcionó… por un tiempo.

Hasta que de la nada llegó la piedra que había de golpear la estatua en sus frágiles pies. Primero, el colapso económico mundial de 2008. De súbito países como España, Italia, Portugal y Grecia se vieron arrollados por una oleada de desempleo y deudas de magnitudes apocalípticas. Y luego, para remachar, la “primavera árabe” de 2011 que desembocó en el estallido de la guerra civil en Siria y, por consiguiente, en una oleada fresca de refugiados musulmanes que acabó por ser, quizás, la gota que derramó el vaso.

En nuestra próxima publicación analizaremos con detalle este punto, y veremos cuál ha sido su incidencia directa en acontecimientos como el referéndum británico (Brexit) y los atentados perpetrados en Francia.

La conversación está abierta…

Robert F. Beers

Jun. 8, 2016

Elecciones peruanas, 2da ronda: Kuczynski sorprende

Los movimientos súbitos de las preferencias electorales en el último momento de las campañas políticas parecieran estarse convirtiendo en un fenómeno bastante común. La segunda vuelta de las elecciones peruanas (a las que hemos venido dando seguimiento en FACTORES+) se tornó este domingo en el ejemplo más reciente.

A diferencia de lo sucedido en Costa Rica durante el proceso de 2014, la segunda ronda en Perú resultaba casi imposible de predecir. La candidata más votada en la primera vuelta, Keiko Fujimori, sobrepasó el 39% de los votos, mientras que su contrincante más cercano, Pedro Pablo Kuczynski, quedó a 15 puntos de distancia. Sin embargo, no había razones para llamarse a engaño: Kuczynski, decían los analistas, tendría más posibilidades que Fujimori de aglutinar a los electores cuyos candidatos habían quedado eliminados, debido a la herencia política arrastrada por la aspirante (hija del Expresidente Alberto Fujimori).

Durante la segunda quincena de mayo, las encuestas dieron a Fujimori una ventaja de 5 o más puntos porcentuales sobre Kuczynski. Si se hubiese mirado más allá de la mera "fotografía" del momento, un observador agudo habría notado la tendencia: la puntera se mantenía estacionaria en su apoyo, mientras que el retador le había recortado ya dos tercios de la ventaja original. No obstante, los titulares de los medios se limitaron a anunciar hasta el cansancio que Fujimori llegaría al día electoral con una mayor intención de voto.

Y una vez más, se equivocaron.

Con el 99% de las juntas electorales escrutadas, Kuczynski se convierte en el virtual ganador, con una ventaja de unos 56.000 votos sobre Fujimori. Y en caso de confirmarse su victoria, se unirá a una creciente estirpe de gobernantes alrededor del mundo, que luego de unas elecciones libres se encaminan a asumir el mando sobre una alfombra de pronósticos rotos.

¿Moralejas para nosotros? Muchas... Una, bastante oportuna en nuestros días, es que las inclinaciones dinásticas en la política no son bien recibidas. Otra, que los electores en nuestros tiempos tienen mejor memoria de lo que supone la clase política. Claramente estos dos lastres perjudicaron a Keiko Fujimori (y posiblemente, guardando las distancias, sirvan también para explicar la debacle de Jeb Bush y las interminables agonías de Hillary Clinton en los EEUU). Y una más (posiblemente la más importante) es que en la política no hay nadie ni nada "inevitable".

Naturalmente, estos aspectos merecen un análisis mucho más amplio. Y aquí lo tendremos en próximos días.

Robert F. Beers

May. 23, 2016

Amador, McDonald, el volcán Turrialba y la importancia del carácter

Quizás el mayor desmentido para los “catastrofistas” que a diario pregonan el supuesto apocalipsis que atraviesa nuestro país, es el hecho de que las grandes “crisis” noticiosas de esta semana no versaron sobre corrupción, delincuencia, desempleo o turbulencia social. Los protagonistas fueron mucho más peculiares: un volcán malhumorado (el Turrialba) y dos deportistas profesionales, el futbolista Jonathan McDonald y el ciclista Andrey Amador.

De entrada diremos que las comparaciones siempre tienen un grado de injusticia. Ahora bien, a primera vista, estos dos atletas no son tan diferentes entre sí como podría especularse. Ninguno de los dos ha cumplido 30 años, y sin embargo llevan 10 o más de carrera en la disciplina deportiva de su elección. Los dos se han tomado muy en serio sus carreras, trabajando muy duro, puliendo su natural talento, entrenándose continuamente para estar en su mejor forma, y sometiéndose a rutinas físicas que difícilmente soportaríamos los “simples mortales”. Ambos han destacado por su potencia física, sobresaliendo en sus respectivos equipos, y han atraído en algún momento la atención de clubes deportivos europeos. Y desde luego, los medios de comunicación, como modernos juglares, se han encargado de narrarnos sus hazañas en el camino del alto rendimiento.

Y sin embargo, a pesar de que ambos han hecho lo que debiera conducirlos al éxito, sus resultados no podrían ser más diferentes. Mientras vimos este viernes a Andrey Amador en lo más alto de un podio, enfundado en la “maglia rossa” como líder del Giro de Italia (la más importante competencia del ciclismo mundial al lado del Tour de Francia), a Jonathan McDonald lo vimos atravesar posiblemente el momento más difícil de su trayectoria: recién separado de la Liga Deportiva Alajuelense después de una temporada tan gris como las cenizas del Turrialba, y vestido, no con la “maglia rossa”, sino con la infame etiqueta de “problemático” que suele acelerar la debacle de cualquier ser humano.

¿Cómo sucedió? ¿Cómo es posible que dos hombres talentosos, de feroz espíritu competitivo, entregados en cuerpo y alma a sus respectivas disciplinas con la meta de ser los mejores, y con la determinación para pagar el precio de esa grandeza, tengan hoy resultados tan divergentes?

La diferencia pareciera provenir de una sola palabra: carácter.

Carácter. ¡Qué palabra tan corta y tan mal comprendida! La gente suele decir que una persona iracunda y explosiva “tiene carácter fuerte”. ¡Qué noción tan equivocada! La realidad es exactamente la contraria: el carácter fuerte lo tiene el que sabe dominarse a sí mismo, sin importar las presiones de afuera. El débil es el que se deja arrastrar por sus emociones. El de “carácter fuerte” es el que no pierde el control de sus actos. No en vano asegura la Biblia que “más vale ser paciente que valiente; más vale dominarse a sí mismo que conquistar ciudades” (Proverbios 16:32, NVI). El carácter es en esencia el autocontrol, el “dominio propio” al que continuamente se refiriese el apóstol Pablo. Es decir, es una determinación que —en palabras del filósofo chino Confucio— debe cultivarse diariamente.

Una vez le escuché a alguien una frase que ilustra muy bien el punto: “Las personas son como los tubos de pasta dental: cuando los aprietan, sale lo que hay adentro”. Probablemente esa sea la diferencia definitiva entre un deportista como Andrey Amador y uno como Jonathan McDonald: el carácter que manifiestan el uno y el otro ante la presión.

Como cualquier otro deportista profesional, ambos deben haber enfrentado instantes de frustración, momentos en los cuales el máximo esfuerzo parece no ser suficiente; pero es muy claro —a juzgar por los hechos— que a McDonald le ha faltado la templanza ante la adversidad que ha conducido a Amador a los primeros planos del ciclismo mundial.

Claro está, el fútbol es un deporte de mucho más contacto que el ciclismo, y en este último se impone mucho más la estrategia metódica, el cálculo y la frialdad mental, frente al desborde de pasión y garra casi primitiva que caracteriza muchas veces al primero. Una misma realidad, sin embargo, abarca a ambas disciplinas (y en general a casi todo el quehacer humano): a la cima se puede llegar a puro talento, pero para mantenerse en ella hace falta el carácter. Sin él, la caída puede ser larga y dolorosa.

Ahora bien, ¿puede una persona levantarse después de una caída de esta magnitud? Absolutamente sí… pero solamente a través del carácter. Es el único ingrediente que puede conducir a una persona a desmarcarse de las mortíferas etiquetas negativas que el mundo se complace en encaramarle, y a desmentirlas con acciones.

¿Y cómo se forma el carácter? ¿Cómo puede cultivarse? La respuesta es difícil, porque implica observar lo que hace la sociedad en que vivimos… y hacer exactamente lo contrario. Porque hay que decirlo con toda crudeza: la sociedad moderna está empeñada en destruir el carácter y uniformar a sus miembros en una confortable mediocridad. Y ha encontrado los métodos más efectivos para hacerlo.

¿Cuáles son esos métodos? Para destruir el carácter de una persona, permítale hacer siempre lo que quiere. Nunca le ponga límites. Evítele a toda costa las consecuencias de sus acciones. Frivolice sus faltas. Justifíquele todo. Nunca le exija el menor esfuerzo. Enséñele a despreciar a la autoridad, y mejor aún si la hace objeto de chiste y burla. Hágale creer que el mundo le debe algo y que tiene derecho a exigir sin aportar. Y sobre todas las cosas, jamás mencione bajo ninguna circunstancia la palabra “responsabilidad”.

Si todo esto le suena muy familiar, es porque se trata de la correntada ideológica que desde hace algunas décadas se ha venido infiltrando en la psicología y en la pedagogía. Y por supuesto, los resultados están a la vista: estudiosos como Mathias Risse (2015) estiman que —en términos globales y a nivel socioeconómico y ambiental— formamos parte de la primera generación en la historia del mundo que heredará a la siguiente menos riqueza de la que recibió de sus ancestros.

Ahora bien, si nuestro objetivo es forjar nuestro carácter y el de nuestros hijos… simplemente hagamos todo lo opuesto. Por ese camino, no solo Jonathan McDonald, sino todos nosotros, los “simples mortales” que alguna vez hemos estado en situaciones como la suya, podremos parecernos un poco más a Andrey Amador… y un poco menos al volcán Turrialba.

Robert F. Beers