Apr. 26, 2019

Los Retratos de la Discordia

Para los aplaudidores profesionales del oficialismo, la ocurrencia de colocar con tanta prontitud el retrato de Luis Guillermo Solís en el Salón de Expresidentes de la Asamblea Legislativa—sin haber transcurrido siquiera un año de haber concluido su mandato—debe parecerles ahora una mala e inoportuna idea.

Lo que hubiera debido ser—en la mente del PAC y de su escuadrón de opinadores “objetivos”—una apoteosis en la que el país entero batiera palmas por el eximio dirigente, magno ejemplar de la ilustración política, autor del “gobierno del cambio”, rompedor del bipartidismo tradicional y padre espiritual de la progresía costarricense, se vino a empañar por coincidir con nuevas denuncias sobre el infame “Cementazo” y sobre su incalificable inutilidad para administrar el Erario Público. Las denuncias de Mónica Segnini, exdirectiva del Banco de Costa Rica, ante la Comisión Legislativa competente, encendieron la hoguera y provocaron el incisivo cañoneo de los diputados de Liberación Nacional y Nueva República, a los que luego se sumó la Unidad.

Bastaron unas horas para que la Asamblea entera (exceptuando al oficialismo) se rehusara a participar del homenaje, e hiciera llover sobre el PAC tales reproches, que no les dejó más salida que poner a Paola Vega a hacer el mismo numerito que cuando cayó Epsy Campbell de la Cancillería: despotricar desesperadamente e injuriar desde el Plenario a Fabricio Alvarado (quien obviamente no tiene vela en este entierro), y al mismo tiempo fungir como sumisa y fiel servidora de Luis Guillermo Solís (quien las tiene todas). Incluso apareció dócilmente sentada al lado de este último en la conferencia de prensa donde—para variar—Solís culpó a todo el mundo salvo a sí mismo, e insistió en la impoluta perfección y el carácter divino de todos sus actos.

Por supuesto, las serviles proclamas de la fracción gobiernista alabando a su Mandatario, han sido recibidas por la ciudadanía como una fuerte dosis de tóxico cinismo; y en las afueras de la Asamblea Legislativa apareció un grupo de manifestantes demandando que el retrato de Solís no fuese colocado.

¿Acaso es posible excluir a un Expresidente en particular de la galería dedicada a ellos? Pues no sólo ha sido posible, sino que ha sucedido en el pasado.

Precisamente este año (2019) se cumple el centenario del caso emblemático: Federico Tinoco. La agonía y caída de su Gobierno—el marco histórico de mi novela “Herida de Muerte”—dieron paso a un estridente debate sobre su legado. Si bien ya eran conocidas sus prácticas dictatoriales (espionaje, represión, detención, tortura e incluso asesinato de sus opositores), sin mencionar el carácter “traicionero” del golpe de Estado que le dio origen, sólo al caer su régimen pudo saberse cuánto daño había causado a las finanzas públicas. Aunque le tocase un periodo difícil (la Primera Guerra Mundial), quedó clarísimo que la administración había sido de pésima calidad: el país quedó económicamente arruinado. Como resultado, el Congreso de 1920—dominado además por los enemigos del tinoquismo—resolvió que su retrato no fuera admitido en el recinto de honor.

Lo relevante del caso fue el argumento que invocaron. El decreto legislativo de marzo de 1833—que dio origen al Salón de Expresidentes—declaraba que su primer ocupante, Juan Mora Fernández, había obtenido ese derecho “por sus virtudes”, y añadía que en lo sucesivo lo ocuparían también aquellos que “en el mismo destino, se hagan dignos de él”. A juicio del Congreso de entonces—y de los muchos que lo sucedieron—, el decreto establecía una condición que Tinoco no cumplió en el ejercicio del cargo, por lo que procedía excluirlo; y así lo hicieron por amplísimo margen de votos. Más de 30 años después, durante la década de 1950, la Asamblea Legislativa ratificó lo actuado por sus antecesores, en una nueva votación que se resolvió también por gran mayoría.

El retrato de Tinoco nunca ingresó al Salón hasta 1991, fecha en que el entonces Presidente de la Asamblea Legislativa, Miguel Ángel Rodríguez, ordenó su inclusión sin más trámite. Sin embargo, tres años más tarde otro Presidente legislativo, Alberto Cañas Escalante, explotó de furor al verlo allí, y mandó quitarlo invocando tanto el decreto de 1833 como las dos votaciones del Plenario que así lo habían resuelto.

De esa forma volvió a la bodega la imagen de Tinoco… hasta que en 2010, las gestiones de un diputado homónimo (Federico Tinoco) desembocaron en su retorno al Salón. Lo interesante es que en esta oportunidad, se planteó que aquello tenía un carácter meramente “ceremonial”, “automático” y derivado del simple hecho de haber ostentado en algún momento la Presidencia. Es decir, dejando sin efecto el aspecto “meritorio” que, según lo habían entendido los sucesivos legisladores desde 1919, era el espíritu del decreto original.

Salvando el caso de Tinoco, nunca había generado mayor polémica la inclusión de ningún retrato en el Salón… hasta ahora.

El caos no podía ocurrir en el peor momento: a pocos días del 1º de mayo, la fecha de la elección del nuevo Directorio del Congreso. Pues resulta que, al estar acribillándose mutuamente las fracciones de Liberación Nacional y el PAC con creciente intensidad, se pone más escabroso el camino de Carlos Ricardo Benavides, nominado de la primera a la Presidencia de la Asamblea.

En algún momento, analizando la primera ronda electoral de 2018, Benavides declaró al Semanario Universidad que el mejor jefe de campaña de Fabricio Alvarado había sido el PAC, y viceversa. En este caso, y a propósito de la legislatura que concluye, podríamos decir que el mejor diputado del PAC ha sido Carlos Ricardo Benavides… y que era de esperar que cobrase al oficialismo los favores concedidos.

En efecto, declaraciones de los diputados gobiernistas Paola Vega y Enrique Sánchez daban a entender que estaban en toda la buena disposición de pagárselos; y sin duda Benavides debía sentirse ya Presidente de la Asamblea, contando con el empuje del PAC y de la diezmada Restauración Nacional. Pero ahora, cuando los rojiamarillos y el PLN se arrojan barro, piedras y todo tipo de proyectiles por causa del Expresidente Solís, ¿será sostenible esta ruta para Benavides? ¿No quedaría en entredicho la credibilidad del PLN como “oposición”, si en cuestión de días se olvidan de las fechorías de Solís y vuelven a su mancuerna con el PAC y RN? ¿O tendrán los liberacionistas que volver sus ojos a otros posibles socios? Y de hacerlo, ¿será potable para estos últimos un candidato que los ha desdeñado continuamente en su desespero por congraciarse con el PAC?

Pase lo que pase, muy pronto será colgado en la Asamblea Legislativa el Expresidente Solís, o mejor dicho su retrato: un retrato que, según lo visto, más parece caricatura… y que por ende representa muy bien cómo fue su Administración. Seguramente se debatirá durante años si merece o no estar allí, y de esa discusión podría salir damnificado Federico Tinoco (y hasta algunos otros Expresidentes). Y eventualmente le llegará a nuestra nación la oportunidad de rectificar el rumbo decadente trazado en ese lamentable cuatrienio y continuado por su sucesor. Pero mucho antes, en cosa de unos días, nos enteraremos si el dichoso retrato logró absorber toda la discordia… o si las aspiraciones de Carlos Ricardo Benavides serán sus próximas víctimas.

Robert F. Beers

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Feb. 18, 2019

Un Dictador

Ante la simple mención de la palabra “dictador”, casi siempre se nos presenta en la imaginación una estampa muy determinada: un Hitler, un Mussolini, un Stalin o un Saddam Hussein. Quizás alguien mencione a Mao Tse Tung, Fidel Castro o al general Pinochet. Algunos con mejor memoria pueden acordarse de Somoza, Duvalier o Trujillo, o de sujetos que bien pudieran haber sido personajes de caricatura a no ser por su insaciable crueldad, por ejemplo Kim Jong Un, Idi Amín o Pol Pot. Y quizás un puñado de costarricenses pueda comentar que hace cien años estaba por derrumbarse la última dictadura militar de nuestra nación, la de los hermanos Tinoco—tema central de mi reciente novela “Herida de Muerte”.

Pero al mencionarse un nombre controversial—el de Hugo Chávez o el de su sucesor Nicolás Maduro, por ejemplo—no tardan en saltar los que, por motivos ideológicos o por simple ingenuidad, argumenten en su defensa que estos no son dictadores por la simple razón de haber sido “democráticamente electos”… mientras curiosamente aplican la detestada etiqueta a gobernantes no menos electos, como Trump, Bolsonaro o Netanyahu.

Esta incongruencia—como las muchas otras a las que son adeptos los sectores que más presumen de “ilustrados”—demuestra dos cosas. La primera, que los secuaces de ciertas ideologías no vacilan en distorsionar hasta el lenguaje, si creen que eso ayuda a sus objetivos políticos. Y la segunda, que esta deshonestidad intelectual se nutre del desconocimiento generalizado de la diferencia entre los conceptos de “democracia” y “República”. Conocer esta distinción es esencial: sin ella, nos será muy difícil saber reconocer a un potencial tirano.

 

¿Cómo se identifica a un dictador?

Contrario a lo que muchos creen, los dictadores no se sienten tan incómodos con la democracia. Todo lo contrario: casi siempre les encanta. Si prestamos atención a sus interminables discursos, usualmente les da por proclamarse como paladines y exponentes supremos de la democracia, a menudo agregándole sonoros adjetivos como “participativa”, “auténtica” o “popular”. Y, por supuesto, con lamentable frecuencia alcanzan el poder mediante la vía democrática.

En cambio, nunca vamos a oír a un tirano hablando de la República. ¿Por qué razón? Porque la República, como sistema de gobierno, es el verdadero enemigo de cualquier dictador.

El modelo republicano desconfía del poder político, y por ese motivo busca siempre limitarlo y distribuirlo, mientras que el dictador procura acapararlo y extenderlo. Al ser sus objetivos tan diametralmente opuestos, el aspirante a tirano invariablemente intentará destruir la República… inclusive utilizando la democracia para conseguirlo.

Entonces, lo que define a un dictador no es cómo llega al poder, sino cómo usa el poder. Puede llegar a través del proceso democrático (así lo consiguió Hitler, por ejemplo); pero una vez al mando, comenzará a minar y desarticular las instituciones republicanas, y a sustituirlas por su autoridad personal o partidaria. Esto implicará generalmente varios o todos los siguientes pasos:

  • Debilitamiento del Poder Legislativo—que es la única instancia política en que puede tener voz la oposición. Las medidas pueden ir desde la introducción de “decretos” jurídicamente cuestionables, hasta la descarada restricción de las competencias parlamentarias, así como el uso de artimañas judiciales para implementar un programa ideológico esquivando las instancias de representación popular. En muchos casos puede llegarse al cierre del Parlamento y a su sustitución por órganos partidarios, por la "sociedad civil" o por alguna otra especie de “asambleas populares”, que en la práctica sean dóciles al Ejecutivo.

  • Manipulación de la opinión pública para obtener su favor—ya sea mediante el control forzoso de los medios de información, u obteniendo su “afinidad” a través de regalías fiscales o contratos generosos. También suele generarse un fuerte aparato de propaganda, especialmente cuando hay una agenda ideológica de por medio (en nuestros días esto puede detectarse en la aparición de “blogueros” e “influenciadores” en redes, casados con el pensamiento oficial, y en el linchamiento mediático de sus oponentes).

  • Debilitamiento del servicio público—generalmente bajo la popular excusa de “combatir privilegios”, pero con el verdadero objetivo de minar la independencia de la Administración y volverla más sumisa al gobierno de turno.

  • Debilitamiento de la independencia judicial—usualmente promoviendo el nombramiento de Magistrados comprometidos con su ideología, y capaces de coronar las maniobras necesarias para eludir las competencias del Parlamento en caso de que hagan falta. Este punto también es válido respecto a las instituciones encargadas del sistema electoral.

  • Ruptura de la igualdad ante la ley—a menudo mediante la fabricación de normas jurídicas que, neutrales en apariencia, puedan ser aplicadas más fácilmente para enmudecer a la oposición.

  • Apelación al miedo—a través de inventarse enemigos internos o externos, reales o imaginarios, a los cuales atribuir todos los males y amenazas, y denunciar sus continuas “conspiraciones”. Para esto es especialmente útil el aparato propagandístico antes mencionado.

  • Invocación de una “noble causa” para justificar el poder—la ideología oficial. Esto suele incluir la utilización del sistema educativo para introducir en las mentes juveniles la programación deseada.

Como puede verse, cada uno de estos pasos ataca un aspecto fundamental de la República: la división de poderes, el interés general, el principio de igualdad ante la ley, la libertad individual.

La conclusión es sencilla: sin importar si el inicio del régimen haya sido democrático, o incluso si alguna de estas medidas ha sido avalada en referéndum o cualquier especie de “consulta”, la señal inequívoca de un dictador es el quebranto de los principios republicanos. Y, al igual que sucede con el cáncer y tantas otras patologías, la única manera de evitar esta catastrófica espiral es la detección temprana. Nuestra obligación como ciudadanos es estar continuamente alertas, sin pestañear a pesar de las dificultades cotidianas, y listos siempre para la defensa cívica del sistema republicano.Los países que por descuido o desesperación han pasado por ese trance tan amargo, sin duda preferirían haberlo detectado a tiempo.

 

Robert F. Beers

 

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Jan. 18, 2019

Fundamentalismo y Fundamentos

Cuando el Shah de Irán abordó el avión que lo llevaría “de vacaciones” el 16 de enero de 1979—hace exactamente 40 años—, casi nadie fuera de aquella nación sospechaba que aquella resultase ser la culminación de uno de los procesos revolucionarios más impresionantes de la historia.

Comparada con la Revolución Francesa de 1789 o la Rusa de 1917, la de Irán fue mucho menos sangrienta y gozó de un asombroso apoyo popular en todas las regiones del país. Pero al igual que aquellas, representó una ruptura total con el orden establecido—una monarquía autoritaria—y su reemplazo con una organización política enteramente nueva y desconocida hasta entonces. El régimen resultante—una inédita forma de totalitarismo bajo el discurso islámico—vino a ser un acertijo para la geopolítica “bipolar” de la Guerra Fría, e introdujo en el vocabulario mundial una de las palabras que hoy se manosean con más ligereza: “fundamentalismo”.

La figura señera de la revolución iraní fue, sin discusión alguna, el ayatola Ruyollah Khomeini: un clérigo musulmán de altísimo rango académico, a quien se asociaba con el estudio, el misticismo y la filosofía, pero que acabó ser uno de los dirigentes políticos más sagaces y astutos que se recuerde… precisamente por nunca identificarse como tal. Recordemos que, en muchos aspectos, el clero islámico funciona igual que el mundo académico secular de Occidente: el estudio profuso e incesante, la producción continua de ensayos y comentarios, y el reconocimiento y respeto de los colegas son determinantes para la credibilidad de un investigador o dirigente. Khomeini pudo así labrarse, durante años, una impecable reputación en lo que podría llamarse la “élite académica” de la Persia musulmana.

El ayatola Khomeini era ante todo un conocedor de las pasiones, inclinaciones y creencias de sus compatriotas. Desde el exilio, a través de los más avanzados medios tecnológicos de su época, y de una laboriosa red de seguidores que multiplicaban sin tregua su mensaje, supo venderle a la ciudadanía de su patria una imagen de redentor moral, éticamente intachable, rigurosamente austero y sin ningún interés por los goces del poder, movido únicamente por el afán de “liberar” a su pueblo de la “corrupción” propagada desde Occidente con el dispendioso Shah como dócil instrumento.

La realidad, sin embargo, era muy diferente: la obtención y el ejercicio directo del poder político eran esenciales para su agenda. Erudito y académico al fin, había ideado y desarrollado todo un sistema de gobierno autóctono, bajo la influencia de Platón y con algún ingrediente del marxismo, aunque matizado de principio a fin por el legado cultural y religioso del Islam (al que le era indispensable adaptarse, tal como en nuestro país se habla de “tropicalizar” políticas públicas de otras latitudes). Tanto en su discurso como en su acción política, Khomeini cuidó siempre de destacar principalmente el ingrediente musulmán, tocando una y otra vez aquellas fibras emocionales capaces de despertar las pasiones de sus compatriotas, y evocando a conveniencia las tradiciones y prácticas más arraigadas en ellos. De allí que, aunque se tratase de un movimiento eminentemente político en sus orígenes, objetivos y consecuencias, se le asociase de forma irremediable con el Islam—al punto de que el adjetivo de “fundamentalista”, con el que vino a designársele, mantiene hasta nuestros días una connotación religiosa.

En términos generales, puede definirse el “fundamentalismo” como una actitud contraria a cualquier cambio o desviación en las doctrinas y las prácticas que se consideran esenciales e inamovibles en un sistema ideológico. Esto es muy revelador, pues permite deducir que no todo fundamentalismo es religioso, ni todo lo religioso es fundamentalista.

En realidad es bastante razonable que las personas agrupadas alrededor de un pensamiento político o de una creencia, tengan interés en preservar la esencia doctrinal de ese pensamiento o creencia e impedir que se desvirtúe por completo. Sin embargo, existe una diferencia en cuanto a la rigidez y la vehemencia con la que estas estructuras ideológicas son aplicadas o defendidas, incluso a la fuerza. Así, puede afirmarse por ejemplo que la antigua Unión Soviética se regía por el fundamentalismo marxista-leninista. Otro régimen, el de Robespierre surgido de la Revolución Francesa, bien podría ser descrito como fundamentalismo secular (impuesto a punta de guillotina). De este se habría derivado el “fundamentalismo antiteísta”—hostil a cualquier forma de fe o credo—, tan en boga entre los autoproclamados “intelectuales” de nuestro país y otras regiones. Bajo similar razonamiento, sería muy factible catalogar a la organización Greenpeace o al capitán Paul Watson como “eco-fundamentalistas”.

Khomeini, claro está, se convirtió en la cara de esa etiqueta a nivel mundial. Ciertamente no fue porque le faltase pragmatismo: tuvo el apoyo del sector académico más secular y de los movimientos de izquierda de Irán—deseosos ambos de destronar al Shah y disipar la influencia occidental—, y medios de comunicación europeos como la BBC británica lo observaron con cierta simpatía inicial. ¡Incluso logró que la CIA no lo considerase una amenaza! Pero el sistema político que diseñó y articuló, y que implantó sin titubeos una vez en el poder, tenía un objetivo muy preciso: encauzar las decisiones y actos de las instituciones dentro de un estricto marco ideológico, del que dependiera su validez jurídica. O dicho de otra forma, la elevación de su pensamiento—el “islamismo político”, por darle un nombre—al rango de ideología de Estado.

¿Cómo lo logró? Si bien su sistema dejó un margen de participación democrática—mediante la elección de un Parlamento y un Presidente—, la esencia de su propuesta fue establecer que, por encima de ellas, existiese un Consejo de Juristas o de Guardianes, altamente versados en la teoría y aplicación de la sharia o Derecho Tradicional Islámico. Este Consejo o Corte, inspirado en el principio de la tutela judicial, debía tener potestad suficiente para vetar decisiones del Parlamento, el Presidente o el Poder Judicial ordinario, si a su criterio lesionaran algún principio del Derecho Islámico. En otras palabras, las interpretaciones que haga este órgano están por encima de lo que diga la ley ordinaria o incluso la Constitución. Es muy fácil deducir en manos de quienes está el verdadero poder político en Irán desde la revolución de Khomeini. Y también es sencillo llegar a la conclusión de que, haciendo a un lado el ingrediente religioso (musulmán en el caso concreto), este tipo de sistema es sorprendentemente adaptable para revestir de legalidad cualquier forma de “fundamentalismo” que pretenda imponer su ideología particular y reducir el papel de los órganos electos al de mera decoración.

La importancia de este último punto no puede dejarse de lado. Al analizar el caso iraní, se hace tanto énfasis en el aspecto religioso, que se presta poca atención al mayor aporte del ayatola Khomeini a las ciencias políticas: la elevación del fundamentalismo al rango de sistema de gobierno. La obra maestra de Khomeini fue diseñar un orden institucional sin frenos ni contrapesos, capaz de suplantar a las instituciones republicanas, y dotado de la fuerza jurídica suficiente para imponer la visión ideológica específica de un grupo. En este sentido, es irrelevante si esa visión ideológica es o no religiosa. Nadie discute que lo es en Irán; pero el punto es que el diseño de Khomeini funcionaría igual si la ideología del Estado no fuera el islamismo. Bien podríamos hacer el ejercicio mental de cambiarla por cualquier otro tipo de ortodoxia política: el marxismo, la supremacía racial, el ecologismo radical, la ideología de los Derechos Humanos…

Esto nos lleva a una necesaria conclusión: cuando un órgano integrado por “especialistas” tiene la facultad de “interpretar” a su antojo textos o normas para considerarlas superiores a la Constitución y ordenar la aplicación inmediata de esa “interpretación”, la ideología imperante en este órgano—sin importar cuál sea—adquiere el carácter de ideología de Estado, y puede por consiguiente catalogarse como un sistema de gobierno fundamentalista, según el modelo creado por Khomeini.

Naturalmente, un sistema político de este tipo está en diametral oposición con los principios de la República. No hay separación ni limitación de poderes, el imperio de la ley es reemplazado con el imperio de la ideología oficial, y se privilegia a la élite de los “expertos” en detrimento de la ciudadanía. Y por supuesto, el interés general es suplantado por el interés de esa élite. Puede que conserve, para efectos cosméticos, un resabio de base democrática; pero en su esencia es un régimen totalitario y—por consiguiente—debe ser combatido a toda fuerza por quienes vemos en la República la salvaguardia de nuestra libertad.

Tener claridad en este concepto es indispensable, para no dejarnos aturdir por personajes vocingleros que—por desconocimiento, interés político o la suma de ambas—aplican a diestra y siniestra la etiqueta de “fundamentalismo” a cosas tan poco religiosas como pedir cuentas de un préstamo público o defender el principio de reserva de ley. Así, en caso de que aparezca algún pajarito, delfín o cualquier otra especie de animal palabrero, hablando de “fundamentalismo” para anunciar holocaustos o apocalipsis futuros si llega a gobernar otra gente que no sean sus favoritos, no será difícil reconocer en ellos a los verdaderos discípulos de Khomeini, que nos exigen sumisión total a las ocurrentes “interpretaciones” de los “grandes especialistas” aunque vayan en contra de la representación democrática, el interés general, y los valores y principios que forman el corazón de la República. Recordemos que el fundamentalismo es una actitud ideológica y así podremos identificar en nuestro medio quiénes son sus adeptos. Los resultados de hacerlo nos pueden sorprender.

 

Robert F. Beers

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Dec. 28, 2018

El 2018 en FACTORES +...

Damos un repaso a los últimos doce meses, quizás los más agitados y turbios que haya vivido nuestra República en décadas...

Dec. 14, 2018

República o Finca

Cualquiera que haya llevado en sus brazos una bandeja de bebidas durante una fiesta, sabe que es el peor momento para tropezar con un mueble. Así de “oportunos” para el oficialismo los acontecimientos de la última semana. Para sacarlos del momentáneo “Charlie Time” que acompañó la aprobación del proyecto fiscal (y de la insólita muestra de júbilo de la élite pretilera ante la perspectiva de pagar más por todo), se les juntó la muy esperada renuncia de Epsy Campbell a la Cancillería con el nombramiento de una nueva Defensora de los Habitantes que resultaba ser la que más adversaba el PAC.

Ya fue de por sí extraño el “procedimiento” seguido por Campbell para irse: en lugar de enviarle una nota escrita al Presidente—que es el que la nombró—y organizar una conferencia de prensa, se presentó en cambio ante el hostil y perplejo Plenario legislativo, a insinuar que todos sus actos eran no sólo correctos, sino admirables (lo cual, visto el informe de la Procuraduría al respecto, viene a ser tan creíble como la vez que el Expresidente Solís Rivera calificó de “heroico” el inepto manejo fiscal de su Gobierno). A estas horas no sabemos exactamente cuál era la pretensión de la hoy Ex Ministra, como no fuese la de provocar a la oposición, armar un circo y luego—posiblemente—asumir de nuevo su acostumbrada pose de víctima perseguida. ¿O sería que se confundió, y olvidó que nuestro país es una República de tipo presidencialista?

La confusión, claro está, se contagió a las filas del oficialismo. ¿Y cuál fue su reacción? La de costumbre, la del boxeador arrinconado y desesperado ante una paliza: lanzar golpes a tontas y a locas. La diputada gobiernista Paola Vega, acudiendo al trillado recurso de desviar la atención arreándole a Fabricio Alvarado—quien desde la llanura había pedido la renuncia de Campbell, como tantos otros ciudadanos—; su compañero Enrique Sánchez, afirmando en el Plenario que su ideal de Defensor de los Habitantes era alguien como Leonardo Garnier—obviando las lamentables credenciales de bullying cibernético, público desprecio por la libertad de culto, y reciente circulación de noticias falsas para politizar malignamente un horrendo crimen—. Y la cereza en el pastel: la hija de la (todavía) Vicepresidente, lanzando desde el extranjero denuestos a nuestro país y tildándolo despectivamente de “finca”.

Este último detalle merece más atención. No parece ser la expresión aislada y colérica de quien teniendo las manos cargadas pega el dedo gordo del pie contra el mueble más pesado de la casa, sino algo mucho más profundo: una vislumbre de cierta actitud, muy enquistada en el partido gobiernista y especialmente en sus miembros de menos edad—los “hipsters” que piensan que el Big Bang ocurrió el día que ellos sacaron la cédula, y desconocen hasta la historia política reciente, incluida la de su propia agrupación—.

Es la misma actitud de la Presidente de la Juventud PAC (curiosamente, otra hija de mamá Vicepresidente), tan habituada a la crudeza verbal que se ganó una suspensión disciplinaria a las pocas semanas de trabajar como asesora de Paola Vega en el Congreso. La misma con la que los miembros de dicho órgano partidario pretendieron que se prohibiese al diputado Welmer Ramos referirse a ciertos temas (otro síntoma de totalitarismo), y con la que también manifestaron, allá por el año 2015, que su posición como partido de Gobierno debía utilizarse para beneficio propio (posiblemente la única promesa que han procurado cumplir al pie de la letra). También la de Jonathan Mauri reclamando su exorbitante premio, la de las Viceministras que se sentían dignas de un sobresueldo aunque no llenaran los requisitos… Es, en resumen, la actitud de una élite prepotente y altanera, que ve a la Patria simplemente como una “finca” de su propiedad, y a sus compatriotas como meros “peones” que trabajan para la comodidad de ellos.

Si algo representa todo lo contrario de los valores de la República, es precisamente esa actitud decadente y despectiva hacia la Patria.

Donde la República plantea el imperio de la ley, los “dueños de la finca” creen que pueden olvidarla cuando les conviene, y alegar que “siempre se ha hecho así” (aunque lo criticaran antes).

Donde la República plantea que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley, los “dueños de la finca” piensan que los frutos son sólo para ellos y para sus amigos favoritos. Y son capaces de afirmar que sólo la élite de los títulos tiene derecho a gobernar, y que las personas que ejerzan su libertad religiosa son seres estúpidos que no deberían opinar ni participar en nada.

Donde la República plantea que el poder debe ejercerse en beneficio del bienestar general y los intereses de la comunidad nacional, los “dueños de la finca” extorsionan atrozmente a sus “peones”, les atrasan el jornal, los insultan y les niegan incluso el socorro ante los robos y asesinatos; pero para sentirse muy bondadosos invitan a instalarse en su “finca” a una multitud de precaristas, a quienes los “peones” tienen prohibidísimo mirar siquiera con recelo.

Donde la República plantea la soberanía del pueblo, los “dueños de la finca” se inventan la forma de ignorarlo, acudiendo a sus “compadres” para que ellos “los obliguen” a hipotecarles hasta la forma de pensar a sus “peones”.

Donde la República plantea que el poder debe ser dividido y limitado para evitar abusos contra la ciudadanía, los “dueños de la finca” parecen olvidar que ellos, en vez de dueños, son meros capataces y administradores, y que los verdaderos “dueños” son precisamente esos a los que con tanto desprecio miran como “peones”.

En fin… la de Tanisha no fue más que una espontánea y cándida confesión. Pues está visto que, en muchos de quienes hoy nos gobiernan, la mentalidad de “finca” está mucho más arraigada de lo que se piensa. Aún quedan, sin embargo, algunos vestigios de la sólida y gloriosa República que alguna vez pretendimos ser; y sobre ellos tenemos, como generación, el reto de reedificarla y fortalecerla. ¿República o finca? La decisión aún es nuestra. No esperemos a que deje de serlo.

Robert F. Beers

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