Sep. 8, 2019

Aburrirse es un privilegio

"Embrutece al pueblo, pero no lo aburras". Las devastadoras palabras de despedida del agonizante filósofo Petronio al emperador Nerón, en una de las más famosas escenas de la película "Quo Vadis", parecen haber cobrado renovada vida en esta decadente Roma que parece ser hoy nuestro país.

El aburrimiento lo puso en la palestra el ex entrenador de la Selección Nacional, Gustavo Matosas, para justificar su inoportuno abandono del cargo. Probablemente lo quiso plantear en términos del poco tiempo con que suele contar un DT de selección para trabajar con sus jugadores, en contraste con la mentalidad de entrenador de club, que los tiene diariamente a su disposición. Pero las palabras elegidas resultaron chocantes incluso en el medio deportivo internacional, atrayendo todo tipo de burlas y comentarios sardónicos. Por añadidura, puestas en el apremiante contexto económico y social que atraviesa nuestro país (y que lamentablemente, apenas parece estar empezando), las palabras de Matosas resultan irónicamente hirientes: recibir un enorme salario por un minúsculo trabajo es exactamente la situación en la que NO se encuentra la mayoría de los costarricenses, aficionados o no al fútbol.

Lo alarmante del caso es que Matosas, lejos de ser el causante del fenómeno, parece haber sufrido de un curioso contagio. Hace pocas semanas escuchábamos, con rabiosa incredulidad, al diputado Melvin Núñez de Restauración, manifestando su frustración (¿aburrimiento?) por los temas que se veía obligado a escuchar (no digamos estudiar) en los debates legislativos, a cambio de unos ingresos que nunca en su vida había percibido, pero que por alguna misteriosa razón ahora le resultan insuficientes.

Recordaremos también que, con visible modorra, el otrora fundador y candidato del PAC, Ottón Solís, preguntaba quién lo había señalado a él como referente nacional en materia de ética en la función pública. No podemos saber si lo acometió una súbita amnesia respecto de sus actuaciones y declaraciones públicas, artículos periodisticos y libros publicados durante los últimos 30 años, o si simplemente se aburrió de insistir con el tema al ser confrontado con la desvergüenza con la que ha procedido en el poder su tóxico partido. Sin embargo, y a similitud de Matosas y Núñez, pareciera haber una peculiar relación entre la tendencia a aburrirse y los altos ingresos económicos.

Podríamos enumerar muchos ejemplos parecidos, pero el punto medular es que no deja de ser irónico que, en el "país más feliz del mundo", el aburrimiento se esté convirtiendo en un símbolo de status social. Cuando el desempleo ha alcanzado el histórico nivel de 12%, la confianza del consumidor en el futuro de la economía se ha desplomado a su punto más bajo (28%), comienzan a registrarse los índices negativos que anuncian una recesión, y ahora hay que gastar más dinero para adquirir lo mismo gracias al frenesí de los nuevos impuestos, pareciera que las familias costarricenses no tienen tiempo para aburrirse. Hay que trabajar más para que la plata alcance... y no hay trabajo. Nadie sabe cómo va a enfrentar las cuotas de sus préstamos, o si va a poder comprar los víveres, o si le saldría mejor desistir de su emprendimiento, o pasar a sus niños a una educación pública donde el Gobierno está obsesionado con adoctrinarlos a base de ideologías que también parecen hijas del aburrimiento de unos pocos.

Para colmo, los dirigentes de nuestro Estado no solo parecen indiferentes ante estas necesidades, sino que lucen tan aburridos que se empeñan en incrementarlas. Hemos visto a nuestro Presidente hacer las veces de productor audiovisual, montando aislados espectáculos sin relación con el quehacer cotidiano de la ciudadanía, y empeñado más bien en privilegiar las demandas de grupos que (seguramente por obra del aburrimiento) exigen para sí mismos que sus caprichos y ocurrencias sean resueltos con carácter de "emergencia internacional", aunque se desatiendan la salud, la educación y el millón de compatriotas que viven en pobreza. O, parafraseando al cinematográfico Petronio, embruteciendo al pueblo y aburriéndolo al mismo tiempo.

Por si fuera poco, estas producciones nos intentan hacer ver un mundo de fantasía donde las palabras mágicas resuelven los problemas al instante, el Mandatario es el "superhéroe" ambiental, y la Primera Dama una fulgurante "líder global" con más estatura que Angela Merkel, bajo la velada "amenaza" de una sucesión dinástica donde sería ella la encargada de prolongarnos el aburrimiento desde Zapote por cuatro años más.

En este contexto, que personas con grandes ingresos se sientan "aburridas" al punto de no querer trabajar, o de olvidar su pasión por los temas que antaño los identificaban, es una forma casi insultante de expresar que, en el fondo, gozan del privilegio de aburrirse: un lujo que, en los tiempos de Petronio y Nerón, era casi exclusivo de los monarcas y sus cortes. Para todos los demás, los "ciudadanos de a pie" que decía un Ministro del anterior gabinete, existe otro estado de ánimo: la angustia.

Robert F. Beers

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Aug. 29, 2019

Cae la Confianza

Acaba de ser publicada la última encuesta para medir la "confianza del consumidor". En palabras sencillas, esta encuesta (que realiza cada tres meses la Escuela de Estadística de la UCR) intenta ser el "termómetro" para medir si las personas de carne y hueso ven el futuro económico general con optimismo o pesimismo.

El resultado, para sorpresa de nadie, es una sensible caída del optimismo. El puntaje de 28,2 iguala el más bajo de los últimos 17 años (por cierto, la otra oportunidad en que se registró esa misma cifra fue hace menos de un año, en noviembre de 2018). Curiosamente, ambas oportunidades coinciden, respectivamente, con la aprobación y la entrada en vigor del famoso plan fiscal (eufemísticamente llamado "Fortalecimiento de las Finanzas Públicas") impulsado por el oficialismo pero cuyo peso político llevó en realidad (a lo mejor por inopia) la fracción legislativa de Liberación Nacional.

Por supuesto, algunos comentaristas "especializados", quizá más comprometidos de la cuenta con el Gobierno de turno, andan de puntillas y omiten mencionar esta obviedad. Pero ni siquiera ellos pueden negar las más probables razones del pesimismo que demuestran los datos. Por un lado, el propio informe concluye que "los consumidores no están percibiendo medidas efectivas y de corto plazo que tiendan a reactivar la economía nacional". Por el otro (y esto es más sensible aún), las personas perciben que su propio poder adquisitivo está siendo cercenado pronunciadamente (por el orden del 40%, según una noticia publicada por El Financiero). No hay que ser economista para saber que la gente no puede comprar cuando no tiene dinero. Es exactamente la receta para desactivar, y no reactivar, una economía. Por añadidura, la expectativa de más impuestos y de encarecimiento del combustible, significaría una pérdida aún mayor, y por ende, profundizar la recesión.

En términos generales, el pesimismo ciudadano se incrementó significativamente en todos los índices medidos. Casi todos (cerca del 80%) creen que es un mal momento para invertir o adquirir bienes, y una mayoría espera que lo único que suba sea la gasolina, el dólar y las tasas de interés.

En ese contexto, es muy inquietante que el Gobierno (cuya irresponsabilidad ha sido la principal causante del déficit fiscal que sirvió de excusa para elevar los impuestos) no dé muestras de tener siquiera interés en tomar alguna medida o dar una señal. Por el contrario, lo que se percibe es que, como de costumbre, las prioridades presidenciales andan en lograr "pactos de no agresión" con sectores incómodos, para avanzar con la agenda de reingeniería social que pareciera ser su única obsesión, y en impulsar medidas de corte represivo (ej. "Ley del Odio", regulación de huelgas, persecución de noticias "falsas") para silenciar el malestar en lugar de atender sus causas.

En algún momento deberá percatarse de que seguir pasándole la factura a la ciudadanía es política, económica y socialmente insostenible. Y en lugar de actuar a la desesperada, dando la impresión de que se acecha a los costarricenses para arrancarles más y más recursos en cada esquina, tendría que darse cuenta de que ese dinero, en los bolsillos de la gente y de las empresas, es el que podría vigorizar la economía e (irónicamente) permitir al Estado una mejor recaudación. Esta reflexión tendría sin duda efectos mucho más visibles que proclamar con gran pompa un mes determinado como el "mes de la reactivación económica", como si mediante "palabras mágicas" pudiese resolverse el problema más agudo de la actualidad.

Robert F. Beers

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Jun. 13, 2019

Cuando el pueblo quemó la manipulación

En nuestros días de memes, redes sociales y reacciones en tiempo real, “quemar” a alguien no tiene—afortunadamente—nada que ver con la combustión física. Más bien significa poner en exhibición pública sus faltas, insolencias o contradicciones. Así, todos los días vemos a algún sujeto expuesto (“quemado”), con foto incluida, por enviar mensajes vulgares o por estacionarse en el espacio para personas con discapacidad. O bien, algún meme para “quemar” al político que hoy justifica lo que muy poco antes atacaba con ferocidad. Y por supuesto, al personaje o medio de prensa que resulta “quemado” porque no tiene la capacidad o la voluntad de esconder sus favoritismos hacia ciertas corrientes políticas ni sus deseos de destruir a otras.

Esta última variante, desde luego, ya era conocida hace 100 años, en junio de 1919, cuando nuestra Patria vivía bajo las botas tiránicas de los hermanos Tinoco. Con una diferencia determinante: en aquel momento, eso de “quemar” tenía un sentido literal.

Aún los historiadores más benevolentes concuerdan en que el régimen militar de los Tinoco tenía tintes totalitarios, en una magnitud que nunca se había vivido hasta entonces. Se dictó, por ejemplo, una infame norma conocida como la “Ley del Candado”, que permitía al Poder Ejecutivo cerrar medios de prensa y encarcelar gente si difundían opiniones o noticias “falsas”, contrarias a los intereses del oficialismo (¿nos suena conocido?)… Además se prohibieron las reuniones y manifestaciones políticas (esto también debería sonarnos conocido). Y en algún momento se quiso también “reorganizar” el sistema educativo para hacerlo afín a la visión del régimen (“¡Caramba, qué coincidencias!”, dirían Les Luthiers).

Todo esto, acompañado de una bien financiada verdadera red de espionaje, intimidación y represalias hacia la población (ya esto se hacía 90 años antes del auge de las redes sociales). Y, como último argumento, la persecución (judicial y policial), la tortura e incluso el asesinato de opositores.

Para sazonar, una forma de administrar que combinaba la ineptitud con la más repugnante corrupción. La ciudadanía empobrecida debía doblar la rodilla ante los militares y los muchos esbirros del régimen que los extorsionaba para seguir pagando sus extravagancias (a menudo tomaban el Teatro Nacional como salón de baile para sus fiestas privadas, entre otras demostraciones de que para los favoritos del Gobierno no había crisis). Y para mayor indignación del pueblo, los principales medios periodísticos de entonces (los diarios “La Información” y “La Prensa Libre”) se convirtieron, especialmente el primero, en los fieles escuderos del tinoquismo, y los grandes difusores de las consignas que la dictadura quería que el país creyera.

Sólo tuvieron un problema: la gente de aquella época sabía que querían engañarla. No eran tan ignorantes y manipulables como suponía el oficialismo. Y cuando la ira popular se hizo incontrolable, a mediados de junio de 1919—con motivo de una nueva extorsión a los ingresos de los educadores—, su primer blanco no fueron los cuarteles o los edificios del Gobierno. El grito en las calles fue otro: el de quemar a la prensa servil.

La policía y el Ejército llevaban dos días reprimiendo, a palo y bala, a las alumnas del Colegio Superior de Señoritas y los del Liceo de Costa Rica, que se manifestaban en apoyo de los docentes. Incluso habían cometido la torpeza de hacer disparos contra el Consulado de los Estados Unidos cuando algunas personas buscaban refugio allí. Pero el 13 de junio, todo San José estaba en la calle: obreros, artesanos, comerciantes, oficinistas, amas de casa, maestras y estudiantes de todas las edades, que desafiaban la prohibición y las amenazas del régimen—publicadas, claro está, en la portada de “La Información”, que curiosamente no mencionaba ni por accidente las revueltas que originaban tales advertencias—.

Aquella muchedumbre se aglomeró primero en los alrededores del Parque Central, y luego se desbordó hacia la Avenida Segunda, haciéndose cada vez mayor. En el Teatro Nacional giró hacia el norte, apedreando de pasada la caballeriza del Gobierno, que estaba detrás. Pero su verdadero objetivo estaba allá, dos cuadras más al norte: los talleres del aborrecido periódico que, simulándose imparcial, estaba de hecho en abierto concubinato con la Dictadura. Iban a quemarlo… literalmente.

A pesar de que los propietarios del inmueble quisieron defenderlo a tiros, no fueron rival para la tempestad de piedras y leños arrojados desde las calles. Y en pocos instantes, volaron por las ventanas los rollos de papel y las máquinas de escribir, fueron destrozadas a golpes las rotativas, y el edificio entero comenzó a arder furiosamente. Las gruesas columnas de humo, visibles desde toda la ciudad, atrajeron a la policía y al Ejército, quienes inicialmente fueron ahuyentados a pedradas, pero enseguida volvieron a la carga con sus fusiles, dejando las calles sembradas de heridos y muertos (no menos de 20, según estimados de historiadores, o más de 100 según un educador argentino que estaba en el país por esos días).

Así fue como la población expresó lo que opinaba de la labor propagandística de “La Información”… y también del régimen de los Tinoco, cuyas excéntricas y “elevadas” prioridades no incluían las necesidades básicas del pueblo. Y a partir de este sangriento día, la represión se volvió más cruda aún… pero también comenzó la rápida agonía de la dictadura—intenso periodo que sirve de escenario a mi novela “Herida de Muerte”—. Dos meses más tarde, sucedía el asesinato del Ministro de Guerra Joaquín Tinoco, y casi de inmediato la precipitada renuncia de su hermano Federico a la Presidencia, para huir del país.

Hoy vivimos en una Costa Rica que, superficialmente diferente, conserva en sus entrañas una peculiar tendencia a repetir sus errores. Dichosamente, ya no se llega a las piedras, los leños, las llamas y las balas. Pero hoy, como entonces, hay Gobiernos cuyas extravagancias y falsas prioridades consumen los fondos y la paciencia de la ciudadanía. Y también hay personajes y medios sin ética ni escrúpulos, dispuestos a hacer el papel de “La Información”, poniéndose dócilmente a repetir lo que esos Gobiernos quieren que crea la gente. La ventaja es que ahora, a través de las redes sociales, a estos manipuladores se les puede “quemar” sin necesidad de motines, violencia y sangre: basta con hacerles ver que sus engaños son inútiles, que su intención es visible, y que la ciudadanía no cae ya en trampas tan burdas. Un pueblo con las prioridades claras, e inmunizado contra la manipulación política, es el verdadero camino para que resurja saludable la República, como resurgió después de 1919.

Robert F. Beers

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Jun. 6, 2019

Normandía: el principio del fin

No era inusual, durante las frías noches de la primavera de 1944, escuchar entre las nubes de la Francia ocupada por los nazis el zumbido de las formaciones aéreas aliadas adentrándose en Europa. Por eso quizás pasase inadvertido al inicio el ruido de cientos aviones durante la húmeda y tormentosa madrugada del 6 de junio. Lo que muy pocos—fuera de los altos mandos militares—sabían, era que de esos aviones se lanzaban, por toda la región de Normandía, tres divisiones (más de 24 mil paracaidistas) destinadas a ocupar sorpresivamente puentes y vías terrestres.

Y estos 24 mil hombres eran apenas la vanguardia. Detrás de ellos, por mar, se aproximaba a las incómodas costas normandas la mayor fuerza de invasión marítima jamás reunida hasta entonces. Cinco acorazados, 22 cruceros y más de 100 destructores y buques de escolta descargaron desde el amanecer su furia contra las defensas costeras plantadas por las tropas alemanas; y minutos más tarde, 5 mil lanchas de desembarco lanzaron a siete divisiones estadounidenses, canadienses y británicas, junto con batallones franceses, polacos, australianos, noruegos, belgas y griegos, a las arduas playas donde debieron enfrentarse sin tregua al brutal fuego de los defensores.

La carnicería se extendió por varias horas; pero ambos bandos sabían que la batalla que libraban aquella mañana definiría el resultado de la guerra. El grueso de las huestes de Hitler se desangraba en plena retirada ante el Ejército ruso, y en otros sectores; pero hasta entonces no se había enfrentado en 4 años a ninguna amenaza seria desde el Oeste, y por consiguiente no había tenido que dividir sus debilitadas fuerzas (lo que había sucedido en la Primera Guerra Mundial con desastrosas consecuencias). Si las tropas aliadas lograban sostenerse en Normandía durante esas críticas horas, probablemente el reinado de terror ideológico hitleriano acabaría más pronto. Lo sabía muy bien el general Eisenhower, que dirigía la operación por el bando aliado. Y lo sabía aún mejor el mariscal Rommel, el comandante alemán, que suplicaba al Alto Mando que le permitiera utilizar los temibles Panzers de inmediato contra los invasores, antes de que fuese demasiado tarde.

Pero Hitler volvió a equivocarse. Para las 4 de la tarde—cuando por fin los Panzers alemanes realizaron su primer contraataque—el éxito de la invasión aliada ya era casi irreversible. Sobre las playas quedaban casi 5 mil muertos—la mitad de ellos en “Omaha la sangrienta”, el principal sector asignado a los estadounidenses, donde el asalto encontró la mayor resistencia—, pero el poderoso ejército de 160.000 soldados desembarcados durante aquellas terribles horas, y los millares de refuerzos que se les sumaron en las semanas venideras, iba a iniciar un avance incontenible que, a través de Francia y Bélgica, terminaría en el corazón de Alemania con la destrucción final del régimen nazi.

Aquel amanecer terrible, del que hoy se cumplen 75 años, fue el principio del fin. Dos meses más tarde, entre el júbilo de los franceses, las tropas aliadas liberaban París. En diciembre del mismo año, rechazaron el último contraataque alemán en las boscosas colinas de Bélgica. Y once meses después del desembarco, Hitler estaba muerto y la bandera de la Unión Soviética ondeaba sobre el cielo de Berlín para decretar el fin de los combates en Europa y abrir un nuevo y sombrío capítulo del siglo pasado: la Guerra Fría.

Robert F. Beers

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May. 26, 2019

Más diputados, menos representativos

A decir verdad, no debería sorprendernos que la propuesta de cambiar el método de elección de los diputados, y elevar su número a 84, esté al borde de ser rechazada de plano por la Asamblea Legislativa. Lo que sí es asombroso es que un proyecto gestado y promovido a lo largo de cinco o seis años por personas de gran preparación académica y trayectoria política, haya sido planteado ante la opinión pública en un momento tan inoportuno, con tanta ligereza y tan escaso tacto, y con argumentos mucho menos convincentes de lo que hubiésemos esperado.

Primero el momento: justo después de pasarle a la ciudadanía una odiosa factura (más impuestos) por la borrachera fiscal del último Gobierno y la irresponsabilidad de sus antecesores, venir a sugerirles que necesitan más diputados y que éstos deben elegirse mediante el método más caro, es casi invitarlos al enojo y al repudio instantáneo de la iniciativa (y a opinar desde el hígado sobre el funcionamiento de la República en general).

A esto debe agregarse el apoyo público que le dio a la iniciativa el actual Presidente, el cual parece haber surtido el mismo efecto que sus visitas a empresas, obras de infraestructura, policías o países: atraerles la mala suerte.

Ahora la ligereza: no sólo se propuso aumentar en casi un 33% el tamaño del Congreso, sino que ni siquiera pareció observarse que el número propuesto (84) es un número par… y con ello posibilita el empate en votaciones críticas. ¡Imagínense eso un 1º de Mayo!

Y la falta de tacto: el “argumento” de satanizar a los asesores, con la ocurrencia de que ellos no son “democráticamente electos” y por ende son una especie de parásitos que no deberían participar en el proceso de formación de las leyes. Esto equivale a decir que los diputados, además de aumentar en número, tendrían que ser “todólogos” o enciclopedias ambulantes para no necesitar criterios profesionales y técnicos en la infinidad de disciplinas que abarca el quehacer legislativo. Y allí comienza a asomarse un cierto afán elitista de la propuesta: la idea de que no todos los ciudadanos deberían tener la posibilidad de ser representantes, sino únicamente cierta especie de “vanguardia intelectual” compuesta de superdotados que no necesiten consejeros.

(Todo esto, sin reparar en que quienes primero iban a analizar la iniciativa, para recomendar a los diputados su admisión o rechazo, serían precisamente los asesores)…

El aspecto medular del proyecto, sin embargo, no era la cifra de diputados en sí—aspecto cuyas bondades podrían haberse debatido en otro momento político—, sino cambiar el sistema de elección: en lugar del método proporcional (que busca reflejar en la composición del Congreso el porcentaje de votos obtenido por cada partido), se buscaba introducir una cuota significativa de designaciones por mayoría simple (es decir, el mismo sistema que actualmente se usa para nombrar Alcaldes).

Para justificar tamaño ajuste, hubiera sido necesario tener un arsenal muy sólido de argumentos y datos que le dieran sustento, y eso hubiésemos esperado de las personalidades académicas y políticas que lo impulsaban. Pero para decepción nuestra, las justificaciones ofrecidas fueron poco efectivas y menos convincentes, y pueden resumirse en unos cuatro eslóganes que resultan lamentablemente fáciles de refutar: 

  1. “Es más democrático que usted vote directamente por su candidato”.

    ¿Cómo saber si un sistema es más o menos “democrático”? La respuesta más apropiada sería que es más democrático el sistema que mejor refleje la voluntad ciudadana expresada mediante el voto. ¿Lo hace mejor una elección por “mayoría simple”? Los datos no respaldan esta afirmación. Por ejemplo, en las últimas elecciones de Alcaldes (2016), Liberación Nacional obtuvo a nivel nacional el 31% de los votos… y sin embargo se dejó el 62% de los cargos (el doble de lo que merecía). Mientras que el Partido Republicano Social Cristiano logró más de un 6% de los votos y sólo obtuvo el 1,2% de los puestos (la quinta parte de lo que merecía). Pueden darse ejemplos de muchas situaciones como esta en este tipo de sistemas (las elecciones de Jamaica en 1993 y 1997 son particularmente notables). En ellos es muy real la posibilidad de que una misma fuerza política, ganando por unos pocos votos cada distrito electoral, acapare todos los cargos con un porcentaje muy bajo, y deje sin representación al resto de la ciudadanía.

    Los proponentes, en el fondo, saben que esta es la mayor debilidad del sistema que promueven. Por eso mismo sugieren mantener la elección proporcional (la que tenemos actualmente) para la mitad de las plazas legislativas, aunque hacerlo sea contradictorio con la supuesta “mayor democracia”. El resultado sería que, mientras una parte del Congreso se distribuiría en proporción a los votos recibidos, la otra mitad distorsionaría esa misma representatividad, aumentando arbitrariamente la presencia de algunas fuerzas políticas sobre otras. Si se juzga por el resultado, claramente es menos democrático.

    Y eso, sin mencionar la actual tendencia a exigir la paridad de género, incluso condicionando el resultado mismo de la elección… algo que, si ya de por sí es casi imposible (pues no se pueden anticipar las preferencias de los votantes), lo sería aún más con el sistema sugerido. Pareciera que los proponentes ni siquiera contemplaron este tipo de variables políticas.

  2. “En el sistema actual la gente vota por una bandera, sin saber a quién está eligiendo”.

    Esta afirmación simplista es un menosprecio a la inteligencia de los electores. Cualquiera sabe que la bandera es simplemente un símbolo, pero cada elector tiene la capacidad de atribuir al símbolo un contenido y elegir según ese contenido. En otras palabras, uno no está votando por “una bandera”, sino por un programa, una visión, una idea o un sistema de valores, los cuales el partido político se compromete a expresar en el Poder Legislativo. Bajo esta óptica, lo que interesa más al elector es que los ocupantes de la curul, sean quienes sean, cumplan con el cometido de representar la visión de su electorado.

    Claro está, aquí es necesario asumir que la oferta política del partido en cuestión haya sido la genuina. Ningún sistema de elección nos inmuniza contra los “timos electorales” como el practicado por el actual partido en el poder, que en campaña nos vendía ética, preparación y productividad, pero en Gobierno resultó estar mentalmente limitado a la bien financiada agenda de un grupo específico. En este caso, tampoco era relevante quienes integraban sus papeletas—ilustres desconocidos la mayoría de ellos… pues en el fondo se votó por esa agenda, sin conocerla.

    La alternativa que nos plantea este proyecto es simplemente olvidarse del mensaje y poner el foco en el mensajero, como si la elección fuera un reinado de simpatía. Y esto, claro está, implicaría una campaña más intensa y costosa, lo que favorecería a los aspirantes que cuenten con más recursos económicos. Es decir, de nuevo aflora el sabor elitista de la propuesta: los que deseen llegar a Cuesta de Moras no sólo deberán ser “superdotados”, sino también “súper adinerados” o tener buenos amigos… lo cual, desde el punto de vista de la República, podría significar la prevalencia de otros intereses y no del interés general.

  3. El sistema actual se basa en una división territorial obsoleta y poco funcional”.

    Si aceptamos como cierta esta afirmación, el problema sería la división territorial, no el sistema de elección. Sin embargo, alterarla también tendría impacto en el resultado.

    Cuando el constituyente optó por tomar las provincias como base del sistema, lo hizo para dar cierta representación territorial al Congreso, y al mismo tiempo hacer imposible el llamado “gerrymandering” (la práctica de manipular los límites de los distritos electorales para beneficiar o perjudicar a ciertas fuerzas políticas). Por esto mismo, la Constitución establece un procedimiento agravado para crear o modificar las provincias (art. 168).

    De introducirse el sistema propuesto, las provincias dejarían de funcionar como distritos electorales, los cuales deberían entonces ser definidos de otra forma… y por consiguiente, dependiendo de quién dibuje el mapa, nos volveríamos vulnerables al “gerrymandering”. Dudo que este sea un resultado deseable, y menos cuando se hace en nombre de la “democracia”.

  4. Hay cantones que nunca obtienen un diputado”.

    ¿Y cuál es el problema? Este argumento reproduce un error fundamental de concepto: la creencia de que un diputado es una especie de “mega Alcalde” con competencias ejecutivas territoriales, y de que nuestro país es una especie de “federación de cantones”. Una noción completamente falsa.

    Bajo el sistema republicano unitario que nos rige, los diputados no tienen carácter local, sino nacional (art. 106 de la Constitución Política). Para ver los temas propios de cada cantón, la Constitución dispone la existencia de otro órgano completamente autónomo: el Gobierno local. No es necesario, entonces, que cada cantón tenga un diputado… lo que, por otra parte, sería un disparate en términos de representatividad, al darles a los 260 mil habitantes de Alajuela Centro el mismo peso que a los 5.000 pobladores de Turrubares.

En conclusión…

Por bien intencionada que sea esta iniciativa, resulta evidente que ocasiona más problemas de los que pretende resolver. Es claro que aquí se pierde de vista el carácter representativo de un Parlamento republicano—es decir, la noción de que éste debe reflejar la composición política y social de la comunidad nacional—, reduciendo la elección a una especie de ejercicio democrático meramente formal, que resulta elitista en sus consecuencias.

Puede ser que a algunas personas no les guste el sistema actual. Es natural, pues no hay sistema perfecto. Sin embargo, en términos de reflejar la voluntad ciudadana, es difícil pensar en uno que cumpla mejor su objetivo. Y en las circunstancias políticas actuales, el intento de manosearlo puede tener consecuencias insospechadas.

¿Qué hacer, entonces, para mejorar la representatividad? Si nuestro problema está en que nos desagradan los menús de candidatos que nos ofrecen los partidos políticos, eso tiene una solución menos engorrosa: participar en ellos. De la veintena de partidos a escala nacional, alguno habrá que se aproxime mejor a nuestro sentir, a nuestro pensar, o a nuestros ideales, principios y valores. Hay que involucrarse en los procesos internos, demandar una mejor calidad de las personas que aspiren… en resumen: convertirnos en una ciudadanía activa. Si no nos ocupamos de la política, la política tarde o temprano se ocupará de nosotros.

 

Robert F. Beers

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