Feb. 7, 2017

RECOPE: referendum con tufo populista

Costa Rica parece haber quedado “curada” con la experiencia de su primer referéndum, a juzgar por el hecho de que en casi diez años no se haya querido volver a utilizar ese instrumento para decidir nada relevante.

Y no es para menos: en 2007 vivimos en carne propia las múltiples razones por las que este instrumento no es la panacea que en algún momento se creyó, y más bien puede convertirse en la herramienta para debilitar y desarticular las instituciones de la República.

Primero, su naturaleza binaria, el “todo o nada” que obliga a la ciudadanía a elegir únicamente entre dos posiciones extremas (suprimiendo el “centro” y la posibilidad de acuerdos). Segundo, la ventaja que otorga al grupo que formula la pregunta, el cual mantiene siempre la iniciativa y elimina de entrada las propuestas alternativas. Tercero, la manera en que habilita a un sector determinado para abusar de la legitimidad democrática, obligando al silencio a sus adversarios para no ser tildados de “antidemocráticos”. Cuarto, la forma en que este mecanismo facilita la imposición del interés particular de una facción, en perjuicio del interés general. Y quinto, el incentivo que representa para bajar el nivel de debate a niveles irracionales, en los que pueda campear un discurso populista.

Este último aspecto no puede pasarse por alto. No olvidemos que el populismo, sin importar su signo ideológico, es el enemigo número uno de la República. Y su método más efectivo es valerse de la “democracia” para acabar con ella.

Ahora bien, si ya es revelador que en diez años no se haya convocado a otro referéndum, lo es más el hecho de que—en la actualidad—se intente recurrir a ese instrumento para dar impulso a todo tipo de ocurrencias. En días pasados saltó a la palestra una nueva idea: un referéndum para “abrir el monopolio” de RECOPE.

A diferencia de los que andan con el cuento de la Asamblea Constituyente, este grupo tiene un objetivo mucho más concreto: exigir que se reintroduzca la participación privada en el mercado de los combustibles. El planteamiento de los impulsores de esta iniciativa puede resumirse en tres puntos esenciales.

1. RECOPE es un monopolio, y todos los monopolios hacen subir los precios.

2. Si se elimina el monopolio, va a bajar el precio del combustible.

3. De paso, una institución pública perdería su razón de ser, entonces podría reducirse o cerrarse, quitando además un montón de puestos de trabajo (lo que debe asumirse como algo positivo, pues por lo visto es mejor tener desempleados que empleados públicos).

Planteado en estos términos, la reacción instintiva de muchos es salir en carrera a ponerles su firma. ¿Quién no va a querer que baje la gasolina o el diesel? Y alguno habrá que quiera hasta ofrecer su sangre, jurando y perjurando que con ella están dando el tiro de gracia al “elefante blanco” (por cierto, causa cierta risa oír esta comparación en boca de gente que la repite sin haber visto jamás un elefante en toda su vida, y que posiblemente ignora que es un animal con una increíble capacidad de trabajo).

Ahora bien, ¿estas afirmaciones son ciertas, o son pura “hablada” populista?

Vamos a analizarlas una por una.

  1. RECOPE es un monopolio… ¿o no?

Un monopolio se produce cuando en un mercado hay un único proveedor para un bien determinado, lo que permite a ese proveedor manipular a su antojo el precio de ese bien.

La pregunta que debemos hacernos es si RECOPE cumple con esta definición. Y para ello necesitamos saber qué hace RECOPE, y también qué no hace.

Por ejemplo: RECOPE no distribuye combustible “al menudeo”. Dejó de hacerlo hace décadas. Es decir, cuando ustedes o yo vamos a echarle gasolina o diesel al carro, no se la compramos a RECOPE. Se la compramos al dueño de la bomba, que usualmente resulta una empresa privada. Hay varias empresas, e incluso cooperativas, que poseen bombas. En otras palabras, ¡ese mercado ya está abierto! Y en consecuencia, como no se puede abrir lo que ya está abierto, el referéndum no pareciera ir por este lado.

Curiosamente, la venta al menudeo es el único punto de la cadena de producción y distribución donde podría variar el precio al consumidor, si las bombas compitieran entre sí. No lo hacen, sin embargo, porque dicho precio está regulado (por la ARESEP, no por RECOPE), para evitar que haya diferencias de precio entre las distintas regiones del país, que incentiven el desabastecimiento en las zonas de mayor o menor demanda.

Es decir, RECOPE no vende el combustible al usuario, y tampoco fija el precio, de modo que—al menos en cuanto a la distribución “al menudeo”, que es la que nos afecta directamente como consumidores—no cumple con la definición de monopolio.

  1. Entonces, ¿qué es lo que sí hace RECOPE?

RECOPE tiene tres funciones esenciales: 1) importar combustible del extranjero, 2) almacenarlo, y 3) distribuirlo al mayoreo (es decir, llevarlo a todo el país y vendérselo a las bombas). En estas tres funciones no tiene competidores, con lo que se cumple uno de los supuestos del monopolio.

Debemos asumir, entonces, que la “apertura” que se desea introducir por el referéndum se dirige a algunas o todas estas tres funciones (pues como hemos visto, en la venta final al usuario ya opera la “apertura”).

El problema—según me explicaron algunos amigos economistas a los que consulté al respecto—es que, para un mercadito como el de Costa Rica, estas tres funciones son “monopolios naturales”. Es decir, el mercado es demasiado pequeño para que pueda haber una verdadera competencia. Y aún si la hubiera, los prometidos beneficios en el precio difícilmente van a pasar de ser un mito.

  1. ¡Pero el precio es caro porque hay que mantener a RECOPE!

Ya vimos que no le toca a RECOPE fijar el precio final de los combustibles, función que corresponde a la ARESEP. A pesar de esto, los proponentes de la “apertura” sostienen que tales precios se dirigen principalmente a cubrir los costos de la institución (destacando, por supuesto, las malignas convenciones colectivas), y que tenderán a la baja si RECOPE es obligada a la “competencia” (o mejor aún, desaparece).

Suena bien… pero no es cierto. Lo que más influye en cuánto pagamos por la gasolina o el diesel es, por supuesto, el precio internacional del barril de petróleo. De cada 100 colones que nos cuesta llenar el tanque, 42 se deben a ese costo. Y es un costo que no depende de la ARESEP ni mucho menos de RECOPE, sino de la oferta y demanda mundiales. O sea, ahí la institución costarricense no tiene la mínima influencia (sí la tienen, en cambio, países como Irán, Arabia Saudita, los Emiratos Árabes, Qatar, Rusia o Venezuela).

El otro factor que influye en el precio de los combustibles es un impuesto. Este representa más o menos 40 colones de cada 100 que se pagan. Y claro está, los impuestos se establecen por ley, de modo que tampoco son responsabilidad de la ARESEP o de RECOPE.

De los 18 colones restantes, 11 se los dejan las bombas y los camioneros que realizan el flete. Y únicamente 7 son los que le quedan a RECOPE para operar.

Empieza a nacer la impresión de que sale más caro hacer el referéndum…

  1. ¡Pero con la apertura sí va a bajar el precio de los combustibles…!

Supongamos que la “apertura” se produce y el país invita a empresas extranjeras a “competir” contra RECOPE en algunas o todas estas tres funciones. Pueden hacerlo de dos formas: 1) aprovechándose de la infraestructura que ya tiene RECOPE, o 2) construyendo la suya propia.

En el primer caso, la hipotética “competidora” privada estaría pretendiendo lucrar sin asumir ningún riesgo, ya que ese riesgo ya lo asumió su rival pública al edificar sus tanques, oleoductos, planteles y demás. En este panorama estaríamos en una “competencia desleal”, pues las ganancias quedarían en manos de los competidores privados, pero el costo de operación sería asumido únicamente por la entidad pública (es decir, “ellos ganan pero usted y yo pagamos”). Desde luego, esto se podría corregir a medias mediante el cobro de un derecho de uso… pero las experiencias con las televisoras, las estaciones de radio, la red de telefonía celular y la concesión de la ruta 27 no nos hacen ser muy optimistas.

El segundo caso sería peor: la hipotética empresa decidiría ir por sí misma al mercado internacional de petróleo para comprarlo, y emprendería también la construcción de sus propios planteles, tanques, oleoductos y demás. ¡Imagínense el dineral que tendría que invertir! Y por supuesto, no va a invertirlo para perder. De alguna forma tiene que recuperar su capital. ¿Cómo lograrlo? Solo un camino le quedaría: trasladarle ese costo al consumidor. O sea, ¡subir el precio de los combustibles! En economía se hablaría de un “encarecimiento estructural”, es decir, no habría vuelta hacia abajo.

Es decir, por cualquiera de esas dos vías, la “apertura” sería un negocio fantástico para alguien. Lo malo es que ese alguien no son ustedes, ni yo…

Algo así es lo que sucedió recientemente en México (un país que produce su propio petróleo). La intervención privada en el mercado del combustible, lejos de producir las ansiadas rebajas, acabó en un brusco aumento de más del 20% a inicios de este año (busquen en Google información sobre el “gasolinazo”). No es precisamente por lo que uno votaría.

¿Y entonces…?

Lamentablemente para los que quisiéramos pagar menos por el combustible, todo parece indicar que nos están queriendo “meter gato por liebre”. Analizados con detenimiento, los argumentos a favor de la “apertura” despiden un fuerte tufo a populismo.

La receta del populismo más burdo es siempre la misma: crear un enemigo (RECOPE y su sindicato en este caso, pero mañana pueden ser los nicas, los cristianos, los negros o los judíos), atollarlo con todos los males, y prometer una recompensa inmediata y tangible (¡guipipía, va a bajar la gasolina!) si ese enemigo es suprimido.

Si se deja de lado esa argumentación populista—tan socorrida por ciertos políticos, tan empeñados en hablar mal de todo lo público como en “poner orden” en sus finanzas personales viviendo de interminables candidaturas con fondos públicos—, y se observa con atención, concluiríamos que la “apertura” que nos ofrecen no sólo es innecesaria, sino que no resuelve ningún problema, y nos expone a agravar algunos.

Y no resuelve ningún problema, porque lo de RECOPE no es un problema de estructura del mercado. Es un problema de gestión. Y como tal, hay que enfrentarlo y resolverlo.

No con populismo, ni con demagogia, ni tratando de aprovechar la coyuntura para armarle el negocito a alguien, sino con la determinación de denunciar las cláusulas abusivas que sobreviven aún en la tristemente célebre Convención Colectiva, y de resguardar con espíritu republicano los fondos públicos, aun si eso implica reestructurar a fondo la institución para una mayor agilidad y eficacia en el cumplimiento de sus funciones. La institución tiene que ser gestionada desde los principios y valores de la República.

Las soluciones mágicas no existen. Es hora de dar la espalda a los “magos”.

Robert F. Beers

Síganos en Facebook: Factores+

Jan. 31, 2017

Convocatoria en Blanco

En meses pasados, analizamos una serie de razones por las cuales resulta inconveniente y riesgosa la propuesta, divulgada por esos días, de impulsar un referéndum para convocar a una Asamblea Constituyente. Comentamos, en un primer momento, que esta pretensión implicaba la creación de un poder político de magnitud y competencias ilimitadas. Posteriormente, señalamos la debilidad y el efectismo de los argumentos esgrimidos hasta ese momento por los autores de esta tentativa, y apuntamos su carácter innecesario y su potencial como “caballo de Troya” para introducir “por la ventana” cambios controversiales en la organización política y los derechos fundamentales de la ciudadanía costarricense.

Esperábamos, desde luego, que aquellos que consideran esta convocatoria como un paso esencial “para vivir mejor”, nos ofrecieran razones más sustanciales acerca de las presuntas bondades de esta propuesta. Y para ello dimos un tiempo prudencial, suponiendo que un tema de tanta trascendencia debía necesariamente argumentarse con apertura y franqueza. Lamentablemente ha sucedido todo lo contrario: los impulsores de la iniciativa han guardado un estruendoso silencio, rehuyendo el mínimo debate, aunque debemos presumir que no han dejado de recoger firmas y procurarse el apoyo de “caciques” políticos en regiones alejadas.

En tal caso, lo mínimo que debería esperarse es que se le esté diciendo a la gente la verdad: que se les está pidiendo firmar una convocatoria en blanco.

El proyecto de nueva Constitución es un “señuelo”

Nos dirán, desde luego, que esto no es cierto, mostrándonos el lujosamente encuadernado proyecto de nueva Carta Magna, redactado—claro está—por los Grandes Maestros de esta hermética logia. Pero la realidad es que ese proyecto, por bien elaborado que pueda estar, no pasa de ser un simple señuelo.

¿Qué es un señuelo? Es lo que utilizan los cazadores para atraer a sus presas. Esa es la función exacta que hoy cumple ese proyecto: atraer adeptos para la idea de convocar a la Constituyente, dándoles a entender que el producto resultante será precisamente ese texto—con cambios mínimos a lo sumo—. Ahora bien, esto es absolutamente falso.

¿Por qué razón? Porque, una vez convocado el referéndum e instalada ya la hipotética Asamblea Constituyente, no hay nada que la obligue a tomar ese texto específico como base de discusión; de hecho puede modificarlo a su antojo, o simplemente mandarlo al basurero desde el primer día y adoptar en su lugar cualquier otro texto base (esto último fue exactamente lo que sucedió en 1949 con el proyecto elaborado por la Junta de Gobierno). Nos inducen a error quienes nos ocultan o minimizan este aspecto.

Entonces, ¿qué es lo que nos piden firmar?

Ahí está el detalle”, diría Cantinflas. Si con la firma no estaríamos apoyando ese proyecto, ¿qué estamos respaldando en realidad?

Lo que estaríamos patrocinando, en caso de firmar, es algo muy puntual: la convocatoria a un referéndum para que se instale una Asamblea Constituyente. ¡Y hasta ahí!

Ya hemos dicho que la eventual Asamblea, al ser plenamente soberana, no está amarrada por ningún proyecto previo, ni siquiera por su propia ley de convocatoria. De modo que es absurdo plantear que estemos firmando a favor de un texto específico. Todo lo contrario: nos piden firmar un cheque en blanco.

Si estampásemos nuestra rúbrica en estas hojas selladas, lo único que estaríamos avalando con certeza es una convocatoria en abstracto, para otorgar por adelantado y a ciegas un legítimo “mandato democrático”, sin saber exactamente a quién o para qué.

El “caballo de Troya”: los contenidos

La mitología griega nos narra el truco con el que el astuto Ulises, comandante aqueo, logró finalmente conquistar la ciudad de Troya: fingiéndose vencido y dejando en el campo de batalla, como “regalo”, un enorme caballo de madera. Naturalmente, los incautos troyanos llevaron triunfalmente a su plaza este caballo… y dentro de él, a los soldados enemigos que esa misma noche se iban a apoderar de la ciudad.

Es un buen momento para recordar esta leyenda. Hoy vivimos, en apariencia seguros, al amparo de las sólidas instituciones del sistema republicano. Sin embargo, allá afuera hay algunos que nos ofrecen un maravilloso “regalo”: una nueva Constitución más “moderna”, para reemplazar esas estructuras cuyo único defecto parece ser el de “ser viejas”. La conclusión es evidente: algo quieren introducir, y no creen posible hacerlo sin acabar primero con cualquier resistencia.

A cuentagotas nos hemos ido enterando de algunos contenidos específicos que quisieran los proponentes ver en su flamante Constitución: la abolición de la religión oficial y el establecimiento del “Estado laico”, las sociedades de convivencia homosexual, la revocatoria de mandato contra diputados, los grados académicos mínimos para cargos de elección popular, y la limitación a la permanencia de los Magistrados del Poder Judicial en sus puestos, por nombrar algunos. Puntos todos dignos de interesantes debates, si tal fuera la intención de los proponentes, y si se planteasen por separado, en vez de hacerlo “en combo” y a través del polarizante “todo o nada” que representa la peor característica de un referéndum.

Ninguno de esos temas, por sí solo, sería razón suficiente para convocar a una Asamblea Constituyente (a menos, claro está, que se pretenda reducir la libertad de culto o la de elección, según analizamos anteriormente). Los cambios deseados podrían, en su gran mayoría, introducirse mediante reformas parciales; pero decir esto es un anatema para los impulsores de la gran idea.

¿Por qué? Porque—según aseguran—las reformas parciales no son una alternativa para lograr esos cambios, pues el procedimiento para lograrlas es tan engorroso que las hace imposibles. Lo curioso es que al mismo tiempo nos dicen que una de las razones por las que hay que cambiar la Constitución es… ¡que ya le han hecho muchas reformas parciales! La contradicción salta a la vista: no deben ser tan "imposibles" las reformas parciales, si ya se han hecho tantas.

Y esto nos lleva a otra pregunta: ¿serán realmente esos los cambios deseados, o se trata de más “señuelos”?

Con un referéndum bastaba.

La duda cabe. Si este grupo de veras estaba tan interesado en el Estado laico, las sociedades de convivencia o la revocatoria de mandatos, y ya de por sí se iba a tomar el esfuerzo de conseguir 170 mil firmas para obligar a un referéndum, podía simplemente haberlo planteado sobre esos temas en específico, mediante un paquete de reformas parciales. Los artículos 105 y 195 de la Constitución les habrían permitido aprobar este tipo de reformas mediante esa vía, y hubiera sido infinitamente más rápido y económico que convocar DOS referéndums y unas elecciones generales. Además, sabríamos exactamente sobre qué estaríamos votando. ¡Y sin poner en riesgo los fundamentos mismos de la República!

¿Por qué no lo hicieron así? ¿Será acaso por temor de que los rechace el electorado, algo bastante posible si son veraces los datos publicados la semana pasada por el Centro de Investigaciones y Estudios Políticos (CIEP) de la UCR? ¿O serán otros los intereses que quisieran—para seguir con la mitología griega—ver abierta la Caja de Pandora y, al estilo “troyano”, tener carta blanca para desarticular todo el sistema político?

¿Convocatoria inconstitucional?

Y ya que mencionamos el artículo 105, debe señalarse que en él se admite el referéndum para aprobar reformas parciales. Pero ni en él ni en ningún otro punto de nuestra Carta Fundamental se establece la validez de este mecanismo para una reforma total—tema desarrollado en el artículo 196. Por el contrario, esta última norma aclara que el único órgano facultado para convocar una Asamblea Constituyente es la Asamblea Legislativa, y por ninguna parte abre la posibilidad de sustituirla mediante referéndum para tal convocatoria. Lo anterior se deriva del principio republicano de rigidez constitucional, que impide que las reformas se hagan coyuntural y precipitadamente.

En consecuencia—y tal como lo han observado ya distinguidos juristas como Víctor Orozco, Rosaura Chinchilla y José Miguel Villalobos, entre otros—la autorización dada por el Tribunal Supremo de Elecciones para recoger estas firmas podría tener visos de inconstitucionalidad. Es dable señalar que el Tribunal, al autorizar esta convocatoria, estaría avalando un método de reforma general de la Constitución que no está previsto en el artículo 196, y entremetiéndose además en la interpretación de una norma que no le compete, por no ser específicamente materia electoral (art. 102, inc. 3, Constitución Política).

Hasta el momento hemos dado un recorrido por algunos de los muchos reparos que caben frente a esta iniciativa. Ahora bien, hay muchas otras preguntas pendientes. Y aquí estaremos para darles el adecuado seguimiento.

Robert F. Beers

Síganos en Facebook: Factores+

Jan. 12, 2017

¿Ataque aéreo a San José? Eso nunca ha pasado... ¿o sí?

Los periódicos del 13 de enero de 1955 daban cuenta del grave suceso de la víspera: aviones enemigos atacando nuestra capital y otras poblaciones como Turrialba y Grecia. Claro, esto no lo mencionan en "un día como hoy"...

Dec. 27, 2016

2016 en FACTORES +

Un repaso de la senda recorrida por este sitio desde su arranque en abril de 2016, a modo de agradecimiento por el apoyo que nos ha llevado a 500.000 visitas en sólo 8 meses.

Dec. 7, 2016

El día que la Armada Japonesa incendió Costa Rica

Diciembre de 1941. Hace 75 años. En Costa Rica comenzaban a correr los vientos alisios y a respirarse el aroma a tamal. Por la radio y los periódicos se seguían los acontecimientos de la monstruosa guerra europea: bajo el incipiente invierno ruso, las tropas de Hitler, después de haber pisoteado Francia y marchado por la antigua Atenas, amenazaban Moscú. Como ahora, Bagaces intentaba recuperarse de un desastre natural: en aquella oportunidad, se trató de una serie de temblores que causaron daños en casi todas las 100 viviendas del poblado. Y el Presidente Calderón Guardia, entre tanto, aprovechaba el fin de semana para visitar el retirado cantón de Pérez Zeledón.

El resto del país, empero, estaba lejos de vivir en el bucólico Edén de rutina edulcorada que—por lo general con un fondo de música simpática—suelen presentarnos los documentales televisados. ¡Todo lo contrario!

Apenas veinte años antes, Costa Rica había logrado al fin librarse de la dictadura militar de los hermanos Tinoco. Y las heridas dejadas por aquel oscuro capítulo de nuestra historia no sanaban fácilmente, a pesar de que nuestra clase gobernante pretendiese—como de costumbre—simular que aquí no había pasado nada. En la superficie regía el “perdón y olvido” de Julio Acosta, o bien el remozado patriarcalismo de Ricardo Jiménez Oreamuno y Cleto González Víquez turnándose cíclicamente la Presidencia; pero entre la ciudadanía bullía aún cierta amargura reprimida por los ultrajes sufridos, y un recelo creciente hacia la vieja élite liberal a la que muchos responsabilizaban de lo ocurrido o, incluso, de haber sido cómplices de la tiranía—sensación acrecentada por ese esfuerzo por forzar artificialmente el olvido.

Para 1941 llevábamos entonces unos dos decenios de tensión política y social latente, que había tenido expresiones ocasionales a lo largo de aquel periodo, y que se había venido agudizando bajo la impronta de los extremos ideológicos a la sazón de moda (el comunismo y el nazismo).

Y por supuesto, el Presidente Calderón Guardia lo sabía muy bien. Después de todo, era un hombre inteligente, preparado, e increíblemente astuto.

Sabía, por ejemplo, que al cabo de casi dos años de Gobierno, se estaba quedando sin apoyos políticos. La vieja oligarquía liberal—que lo había impulsado a ser electo prácticamente sin oposición en 1940—le daba ya la espalda y comenzaba a aglutinarse alrededor de su archienemigo el Expresidente León Cortés (1936-1940): conservador, nacionalista y autoritario, pero dueño de gran popularidad.

Y por añadidura, existía en ciertos sectores de la opinión pública la percepción de que la elección del Dr. Calderón Guardia como Mandatario había sido el “caballo de Troya” para permitir el largamente temido retorno al poder de ciertos elementos del tinoquismo.

En fin… para que estallase al fin el incendio que por tanto tiempo se había estado gestando en nuestro país, era cuestión de que alguien, en alguna parte, saliera con un “domingo siete”.

Y ese trágico “domingo siete” finalmente llegó… desde Japón.

Al amanecer del domingo 7 de diciembre, seis portaaviones de la Armada Imperial Japonesa desencadenaban el tremebundo ataque a la flota estadounidense anclada en la rada de Pearl Harbor, en medio del Océano Pacífico—nombre que había de volverse irónico a partir de aquella hora—, destruyendo cinco acorazados, tres cruceros, tres destructores y casi 200 aviones, y causando más de 2.400 muertos. Pocas horas más tarde, el mundo entero comenzaba a enterarse de la agresión… incluyendo al Presidente Calderón Guardia allá en la lejanía del Valle de El General.

El Mandatario costarricense voló de regreso a la capital, y al momento de aterrizar, tenía muy clara su decisión: gestionaría ante el Congreso la inmediata declaración de guerra contra el Imperio del Japón.

Hoy se enseña este episodio como algo anecdótico y casi chistoso: ¡Costa Rica le declaró la guerra a Japón! Incluso se afirma, no sin sorna, que fue el primer país de América en entrar a la Segunda Guerra Mundial (dato inexacto, pues Canadá le había declarado la guerra a Alemania desde el 10 de setiembre de 1939). Pero en aquel momento, las implicaciones de aquel acto no eran cosa de broma.

Y el Presidente lo comprendió desde el primer momento. ¡Era una gran oportunidad para salir del marasmo político y recobrar—o incluso ampliar—su libertad de acción!

Porque la declaratoria de guerra no solamente representaba un gesto de simpatía capaz de asegurarle un apoyo externo indispensable, el de Washington. También le permitía, en busca de un apoyo interno aún más urgente, asumir un riesgo político inédito hasta entonces: buscar un acercamiento con el Partido Comunista. Después de todo, era la Unión Soviética la que se batía más heroicamente contra la maquinaria bélica de Hitler…

Y así fue como Costa Rica se convirtió, eso sí, en el primer país de América en el cual el comunismo logró formar parte de un Gobierno.

Durante los dos años siguientes, y gracias en parte a esa alianza y al apoyo que le brindó la Iglesia Católica, se avanzó mucho en cuanto a la legislación social. Se emitió el Código de Trabajo y se incluyó en la Constitución el capítulo de Garantías Sociales, además de la creación de la Caja Costarricense del Seguro Social. Pero los comunistas no solo trajeron al Gobierno sus preocupaciones por la justicia social… sino también una vocación totalitaria heredada de Stalin, un pleno desprecio por quienes no comulgasen con su ideología, y una absoluta falta de escrúpulos en cuanto al uso de la agresión verbal y física como arma política.

(Dicho sea de paso: quienes hoy hinchan el pecho para declararse “herederos” de la tradición comunista costarricense, harían bien en ser honestos y reivindicar la totalidad de esa herencia).

Pero la implantación de un “estado de guerra” también aparejaba algo más… como ya lo había comprobado Federico Tinoco en 1918. Significaba la ley marcial y la suspensión de las garantías individuales mientras durase el conflicto.

¿Y eso, qué implicaciones podía tener? Seamos muy claros: los costarricenses de hoy no tenemos ni idea de lo que significa una suspensión de garantías. Llevamos prácticamente tres generaciones que jamás han experimentado una (la última se produjo en enero de 1955 como resultado de una invasión desde Nicaragua). Estamos tan acostumbrados a gozar de nuestros derechos republicanos, que ni siquiera podemos concebir que estos puedan sernos arrebatados.

Ahora bien, hagamos el esfuerzo por imaginarlo. Pensemos en una Costa Rica sin libertad de expresión. Ni de tránsito. Ni de reunión. Un país en el que las manifestaciones de desacuerdo con el Gobierno de turno sean interpretadas como traición. Vivir bajo el temor de ser detenidos y encarcelados en plena calle, o en nuestras propias casas, de un momento a otro, sin motivo aparente. Escribir una carta o hacer una llamada telefónica a sabiendas de que nuestras comunicaciones pueden estar siendo violadas por el Gobierno.

Espeluznante, ¿verdad? Pues así se vivió en Costa Rica a partir de ese “domingo siete” y durante casi toda la década de 1940. Aunque los libros de historia “oficial” ni se atrevan a mencionarlo.

Dicho de otra manera, los torpedos y las bombas arrojadas por la Armada Imperial Japonesa sobre Pearl Harbor tuvieron un efecto que el almirante Yamamoto ni siquiera debió haber imaginado al dar la orden de ataque: rompieron el frágil equilibrio político en que vivía Costa Rica desde 1919, y le dieron al Gobierno la irrepetible oportunidad de acaparar poderes que, ejercidos a discreción por sus aliados comunistas, pudieron ser dirigidos impunemente contra la feroz oposición.

¿Cómo podría organizarse, por ejemplo, una campaña política bajo semejantes condiciones? ¿Con cuál libertad podrían los adversarios del Gobierno hacer valer sus posiciones sin ser acusados de simpatizar con el enemigo?

Las elecciones legislativas de 1942 se realizaron con las garantías suspendidas.

Las elecciones presidenciales de 1944 también.

Y en estas últimas, no sólo hubo que contar votos, sino cadáveres.

En resumen, puede decirse que el 7 de diciembre de 1941, al iniciar el bombardeo de Pearl Harbor, la Armada Imperial Japonesa no solo incendió los acorazados y cruceros de la flota de los Estados Unidos. También encendió una hoguera en la lejana e insignificante Costa Rica, que a partir de ese fatídico domingo, hace 75 años, comenzó la inexorable espiral de agresiones, rencores y revanchas que iba a terminar en la Guerra Civil de 1948.

Es importante conocer la historia en toda su crudeza, sin adornos ni distorsiones. Al decir de George Santayana, ignorarla es condenarse a repetirla.

Robert F. Beers

Síganos en Facebook: Factores+