Apr. 23, 2017

El Show de Talentos

Cursaba yo el Tercer Grado—en pleno año 1968—cuando alguien en la escuela tuvo la ocurrencia de organizar una noche de variedades, con la idea de exhibir las presuntas dotes artísticas del alumnado. Cuando nos anunciaron dicha actividad, a dos semanas plazo, la incredulidad nos atornilló las cabezas momentáneamente, para luego dejar nuestras mentes como huerto virgen para las más exorbitantes locuras. Oratoria, música, actuación, dibujo, ¡todo podría tener su sagrada expresión en aquella noche luminosa!

De la caldeada mente de Miguel Arguedas, el más ocurrente de mis amigos, surgió una fragante idea para nuestra participación: parodiar a los Beatles... Y así, en las afueras de un cine, nos convertimos en el Cuarteto de Mingo. De sus integrantes, ninguno sabía tocar ni siquiera un silbato... pero no importaba; lo que realmente contaba era el vacilón. Así que, para mantener la sorpresa, fue preciso juramentarnos solemnemente bajo terribles maldiciones para aquel que revelara el secreto de nuestro plan.

Y comenzaron los “ensayos” en mi casa. Con un estañón, la tapa de una olla y algunos tarros de pintura vacíos y arrugados, le construimos una batería a Arturo Azofeifa, el más indicado para este puesto por sus fuertes instintos cavernícolas. Miguel consiguió dos guitarras viejas, acústicas por supuesto. Yo obtuve, a título de préstamo, otra guitarra más; y con mi idea de sujetarla al revés, automáticamente me transformé en el zurdísimo Paul McCartney. Miguel compartió conmigo el nombramiento de cantante líder, al mejor estilo de John Lennon; y a Manuel Morales (“Manu”, por abreviar) lo bautizamos como el silencioso George Harrison.

Desde luego, el insoportable estrépito de Arturo arreándole a sus tarros provocaba invariablemente que los ensayos acabaran abruptamente por obra y gracia de mi enfurecido padre. Y, como además ninguno de los cuatro tenía idea de cómo sacar armonía de las guitarras, produjimos un resultado tan lastimero que nuestros padrinos de Liverpool se habrían suicidado al oírnos.

  Sin haber podido siquiera entonar nuestras voces para pegar cuatro gritos, estábamos a punto de desechar nuestra ocurrencia, cuando un dardo mental salido de las fauces de “Manu” salvó la presentación y nos llevó entusiastamente a inscribirnos. Nuestra siguiente práctica consistió solamente en probar la mímica y dejar que una tornamesa hiciera el resto.

  Distraído por los misteriosos y audaces preparativos, a la hora de la verdad—un sábado de octubre, por la noche—lamenté ásperamente no haber participado en el concurso de oratoria. Habría tenido oportunidad de hacer un papel decoroso, sin duda… Ahora bien, para gloria de mi Tercero “A”, tuvimos tres participantes impecables: mi atrevido primo Fabián, Adelina Zumbado y la imponente Patty Ledezma. Esta sorprendente chiquilla deslumbró particularmente a todo el auditorio con una profunda reflexión sobre la historia de Costa Rica a 20 años de la Guerra Civil, a tal grado que el jurado, compuesto por cuatro maestros y el Director, se volvía a ver, admirado de la compostura de la oradora. Recuerdo también a Donaldo Viales, héroe viviente del Quinto “C”, quien realizó una inesperada intervención y cosechó fragorosos manojos de aplausos. Pero al final de cuentas los laureles fueron a dar a nuestra compañera, cuya victoria fue ávidamente festejada por nosotros y por los padres de familia de la sección representada por ella. A Viales le tocó el segundo premio, y el tercero a Tatiana Miranda, del Sexto Grado “B”.

El premio de teatro fue el más disputado de todos. Varios compañeros nuestros, entre los que recuerdo a Max Chaves, Alejandro Flores y Laura Rojas, habían realizado una refinada adaptación de una de las populares Concherías de Aquileo Echeverría. El vestuario y los parlamentos habían lucido fantásticamente; pero también había destacado sobremanera la obra preparada por los muchachos del Quinto “C”, una parodia inédita de la Segunda Guerra Mundial donde Hitler era encarnado nada menos que por Donaldo Viales en persona, y cuyo libreto era obra original de su compañero Mauricio López. Al final de cuentas, el premio mayor se fue para los nuestros, quedando los de Quinto en un honroso subcampeonato, y la ligera y cómica obra del Cuarto Grado “A” en el tercer lugar.

Por la mañana se había realizado el concurso de dibujo, y en la noche se leyó la premiación. A muy pocos sorprendió el triunfo de “Manu”, que generó sin embargo una polvareda tremenda, pues se hizo patente el peligro de que el Tercero “A” barriera con todos los premios. Para honra de los Segundos Grados, Rodrigo González obtuvo el subcampeonato, y María Venegas, del Cuarto Grado “C”, obtuvo el tercer puesto.

Apenas iba a iniciarse la parte musical, cuando nos esfumamos sin rastro todos los miembros del cuarteto. Fuimos a encontrarnos en un aula acondicionada como vestidor, y... manos a la obra... Enormes y psicodélicas camisas, y unas fastuosas pelucas, que constituían nuestro vestuario, se ubicaron atropellada y fachosamente sobre nosotros; y para completar el cuadro, unos anteojos redondos fueron a dar a la cara de Miguel. Ubicamos la “batería” detrás del escenario, cuidadosamente cubierta con una lona, para desplegarla oportunamente. Y ahora, a esperar...

–A continuación –la maestra de ceremonias, quien era una de las docentes de los Primeros Grados, ya había anunciado por los parlantes a los dos primeros, ambos de Quinto Grado, y se aprestaba a ser mensajera de una nueva participación—nos place presentar, del Tercer Grado “A”...

Nos echamos las guitarras a los hombros, y emprendimos nuestra entrada a la carrera, como habíamos visto a nuestros héroes hacer en los noticiarios de los cines...

–¡... a la alumna Evelyn Vega, a quien recibimos con un caluroso aplauso...!

¡Alto, alto, no era nuestro turno...! Mi carrera se detuvo en seco, pero los frenos de Miguel y de Arturo no eran tan buenos... Por culpa del inesperado empellón por la espalda, me fui de bruces con todo y guitarra, así que el ingreso de la norteña al escenario estuvo precedido del resonante sonido de mi instrumento y mi cuerpo dando contra el tablado, con el eco de las cuerdas incluido. El estruendo pareció desconcertar a Evelyn, quien iba subiendo al escenario por el otro lado; y generó, eso sí, una carcajada dispersa.

No pude disfrutar de la ágil voz de la infantil artista, por estar examinando mi averiada guitarra.

–Te llevó el diablo, Carlos –murmuró Miguel. –¡Está rajada...!

–¿Está cómo?

–Rajaditica... Ni la movás mucho, porque se te parte en media canción...

–No, eso no es lo que me importa... ¡Esta guitarra es prestada...! ¿No se acuerdan...?

–¿Esa no jue la que te prestó doña Concha, tu vecina...? ¿No es cierto que dijo algo de que se la había heredado su bisabuelo...?

  Las palabras de “Manu” me hicieron caer sentado, y por poco me originan un desmayo que habría acabado de arruinar la salida. Sin embargo, recuperé la compostura de pronto, y respondí:

  –Después vemos esa vaina... Por ahora, ¡la función debe continuar!

  Todavía no se aplacaba la larga y poderosa ovación generada por Evelyn, cuando la maestra nos anunció a nosotros...

  –... demos la bienvenida a... ¡¡¡los Beatles!!!

  Nuestros pies tamborilearon resueltamente sobre el escenario, desde el cual escuchamos las aclamaciones mezcladas con risas que formaron nuestra envoltura. Ceremoniosamente Arturo descubrió sus “tambores”, y al auditorio le hizo particular gracia el barril acostado que simulaba un bombo, donde habíamos garrapateado “The Buitres” (así, con esa ortografía)...

  –¡Ahora sí! –dije, en voz baja. –¡Echen el disco...!

  Palideció Miguel con súbita intensidad.

–¿Cu... cuál disco?

–¡No digás que no lo trajiste! —me volví hacia él hecho un demonio y lo aferré del cuello por un terrible segundo-

–¡No, no...! ¡Ahí está, pero... se me olvidó ponerlo...!

–Pues andá ya y lo ponés—todavía me temblaba la voz entre la ira y el pavor—porque si se atrasa esta carajada, salimos chiflaos...

Abandonó el escenario John Lennon, dejando su guitarra en el piso, y generando una nutrida silbatina de los aficionados. No sé qué habrá hecho ni cómo lo hizo, pero lo cierto es que la música penetró en el sistema de sonido mucho antes de que él se reintegrara al grupo. Sin dejar de correr pasó por detrás de mí, agarró su instrumento, y comenzó a sacudirse furiosamente, como ya lo hacíamos Manuel y yo, mientras Arturo aporreaba rítmicamente sus tarros con sendos palos. Sobrecogidos por la música, los presentes emitieron un colectivo rugido comparable al de los conciertos del auténtico Cuarteto de Liverpool, siguiendo las instrucciones de la tonada que “cantábamos”, la popular Twist & Shout...

Un último percance nos estaba reservado. Cuando más emocionados estábamos, girando rabiosamente nuestras cabezas y brincando de un lado al otro de la tarima... la peluca de “Manu” salió despedida y fue a caer entre el público, que celebró con más regocijo esta nueva desgracia. Aunque nos embargó rápidamente una oleada de comezón en la espalda, la sofocamos pronto, repitiéndonos que, si nuestro objetivo era causar risa, cada ridículo cooperaba con lograrlo.

No veíamos la hora de que terminara la música para salir despavoridos del escenario. En efecto, cuando fue disminuyendo la melodía, todos salimos, otra vez con las guitarras al hombro, yo temiendo que la mía se desmoronara antes de salir de la zona iluminada, y Arturo tropezando y derribando varios de los tarros y también la tapa de olla que le servía de “platillo”. Una ovación portentosa y salpicada de jugosas carcajadas nos despidió.

  Aunque hubo otras presentaciones después, cada una parecía confirmarnos que ninguna de estas había estremecido tanto al público como nosotros cuatro; y nuestro orgullo nos aseguraba a cada paso que seríamos los triunfadores.

Después del último cántico, el jurado se retiró a deliberar, mientras nosotros, volviendo un poco a la realidad, discurríamos el método de reparar, o al menos disimular, las infelices grietas que presentaba la guitarra de doña Concha, procurando la mínima notoriedad. Comencé a sudar frío, me temblaban las manos, y pensé que, cualquiera que fuera el premio recibido, no iba jamás a compensar el trágico daño. Estábamos en eso todavía, y Miguel parecía entretenido tiñendo de barro las rajaduras, cuando oímos de nuevo la voz de la maestra de ceremonias.

–El jurado ya ha tomado su decisión... Antes de anunciarla, queremos hacer una aclaración muy atinada para el momento... Resultó evidente que el espectáculo de los muchachos del Tercero “A” representando a los Beatles fue el favorito del público, y sin duda alguna el más gracioso...

  Los cuatro de Liverpool, o más bien, de Santo Domingo, ya hinchábamos el pecho, convertidos en las mayores estrellas en ciernes de los pueblos del Valle Central.

–... pero es imposible otorgarle premio, dado que la idea era exponer los talentos musicales del alumnado, hacer que ellos cantaran... y ellos no cantaron.

Inútiles resultaron los estrepitosos abucheos que surgieron por todas partes, y que atronaron hasta el silencio a la locutora y a todos los de la tarima. Nuestro corazón derribado y en barrena, nuestra sangre llameando de impotente cólera, nuestros dientes crujiendo entre gemidos de rabiosa frustración... ¡Nos robaban el premio, cuando a todo el mundo constaba que nos pertenecía! ¿Acaso tenían otra justificación los rotundos rugidos de la multitud insatisfecha, y especialmente de nuestros propios compañeros? Pocas veces habíamos percibido tan monumental y desfachatada injusticia.

Y ahí sí lloramos nuestra impotencia, sin atrevernos a mirarnos el uno al otro, y sin escuchar, entre el zumbido cerebral que nos ensordecía y los abucheos que continuaban, la adjudicación del tercer puesto a Álvaro López y Fabio Rosales, de Quinto Grado, por su gracioso dueto. Apenas teníamos la primera pausa en nuestra correntada de ira, cuando vimos consumarse otra injusticia no menos grave: la declaratoria de Evelyn Vega como subcampeona, y el arrebato de su trofeo para entregárselo a una niñita de Primer Grado. ¿Acaso era consigna evitar la total victoria del Tercero “A”, aún al precio de flagrantes y desvergonzados fraudes? ¡Qué hiriente y mortificante conjura!

Aunque dolida, Evelyn tuvo una actitud más deportiva que la de nosotros cuatro... pero probablemente ella no tenía que pensar en devolverle a doña Concha su reliquia mal remendada. Mi sufrimiento se inflamó hasta convertirse en agonía, cuando comencé a sumar esta desgracia a la que nos acababa de recetar el jurado. De entrada mis tres colegas estaban tan desencajados como yo; pero al final terminaron intentando calmarme.

No sé cómo logré devolverle la guitarra a la señora sin que ésta percibiera su patético estado, lo que me libró de haber terminado esa noche bajo tierra. Deben haber sido efectivos los “remedios” de Miguel, así como la benevolente contribución de la miopía de la dama. De lo que sí estoy seguro es de que el histórico instrumento no le duró mucho después de nuestra británica aventura.

 

Robert F. Beers

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