Jun. 13, 2019

Cuando el pueblo quemó la manipulación

En nuestros días de memes, redes sociales y reacciones en tiempo real, “quemar” a alguien no tiene—afortunadamente—nada que ver con la combustión física. Más bien significa poner en exhibición pública sus faltas, insolencias o contradicciones. Así, todos los días vemos a algún sujeto expuesto (“quemado”), con foto incluida, por enviar mensajes vulgares o por estacionarse en el espacio para personas con discapacidad. O bien, algún meme para “quemar” al político que hoy justifica lo que muy poco antes atacaba con ferocidad. Y por supuesto, al personaje o medio de prensa que resulta “quemado” porque no tiene la capacidad o la voluntad de esconder sus favoritismos hacia ciertas corrientes políticas ni sus deseos de destruir a otras.

Esta última variante, desde luego, ya era conocida hace 100 años, en junio de 1919, cuando nuestra Patria vivía bajo las botas tiránicas de los hermanos Tinoco. Con una diferencia determinante: en aquel momento, eso de “quemar” tenía un sentido literal.

Aún los historiadores más benevolentes concuerdan en que el régimen militar de los Tinoco tenía tintes totalitarios, en una magnitud que nunca se había vivido hasta entonces. Se dictó, por ejemplo, una infame norma conocida como la “Ley del Candado”, que permitía al Poder Ejecutivo cerrar medios de prensa y encarcelar gente si difundían opiniones o noticias “falsas”, contrarias a los intereses del oficialismo (¿nos suena conocido?)… Además se prohibieron las reuniones y manifestaciones políticas (esto también debería sonarnos conocido). Y en algún momento se quiso también “reorganizar” el sistema educativo para hacerlo afín a la visión del régimen (“¡Caramba, qué coincidencias!”, dirían Les Luthiers).

Todo esto, acompañado de una bien financiada verdadera red de espionaje, intimidación y represalias hacia la población (ya esto se hacía 90 años antes del auge de las redes sociales). Y, como último argumento, la persecución (judicial y policial), la tortura e incluso el asesinato de opositores.

Para sazonar, una forma de administrar que combinaba la ineptitud con la más repugnante corrupción. La ciudadanía empobrecida debía doblar la rodilla ante los militares y los muchos esbirros del régimen que los extorsionaba para seguir pagando sus extravagancias (a menudo tomaban el Teatro Nacional como salón de baile para sus fiestas privadas, entre otras demostraciones de que para los favoritos del Gobierno no había crisis). Y para mayor indignación del pueblo, los principales medios periodísticos de entonces (los diarios “La Información” y “La Prensa Libre”) se convirtieron, especialmente el primero, en los fieles escuderos del tinoquismo, y los grandes difusores de las consignas que la dictadura quería que el país creyera.

Sólo tuvieron un problema: la gente de aquella época sabía que querían engañarla. No eran tan ignorantes y manipulables como suponía el oficialismo. Y cuando la ira popular se hizo incontrolable, a mediados de junio de 1919—con motivo de una nueva extorsión a los ingresos de los educadores—, su primer blanco no fueron los cuarteles o los edificios del Gobierno. El grito en las calles fue otro: el de quemar a la prensa servil.

La policía y el Ejército llevaban dos días reprimiendo, a palo y bala, a las alumnas del Colegio Superior de Señoritas y los del Liceo de Costa Rica, que se manifestaban en apoyo de los docentes. Incluso habían cometido la torpeza de hacer disparos contra el Consulado de los Estados Unidos cuando algunas personas buscaban refugio allí. Pero el 13 de junio, todo San José estaba en la calle: obreros, artesanos, comerciantes, oficinistas, amas de casa, maestras y estudiantes de todas las edades, que desafiaban la prohibición y las amenazas del régimen—publicadas, claro está, en la portada de “La Información”, que curiosamente no mencionaba ni por accidente las revueltas que originaban tales advertencias—.

Aquella muchedumbre se aglomeró primero en los alrededores del Parque Central, y luego se desbordó hacia la Avenida Segunda, haciéndose cada vez mayor. En el Teatro Nacional giró hacia el norte, apedreando de pasada la caballeriza del Gobierno, que estaba detrás. Pero su verdadero objetivo estaba allá, dos cuadras más al norte: los talleres del aborrecido periódico que, simulándose imparcial, estaba de hecho en abierto concubinato con la Dictadura. Iban a quemarlo… literalmente.

A pesar de que los propietarios del inmueble quisieron defenderlo a tiros, no fueron rival para la tempestad de piedras y leños arrojados desde las calles. Y en pocos instantes, volaron por las ventanas los rollos de papel y las máquinas de escribir, fueron destrozadas a golpes las rotativas, y el edificio entero comenzó a arder furiosamente. Las gruesas columnas de humo, visibles desde toda la ciudad, atrajeron a la policía y al Ejército, quienes inicialmente fueron ahuyentados a pedradas, pero enseguida volvieron a la carga con sus fusiles, dejando las calles sembradas de heridos y muertos (no menos de 20, según estimados de historiadores, o más de 100 según un educador argentino que estaba en el país por esos días).

Así fue como la población expresó lo que opinaba de la labor propagandística de “La Información”… y también del régimen de los Tinoco, cuyas excéntricas y “elevadas” prioridades no incluían las necesidades básicas del pueblo. Y a partir de este sangriento día, la represión se volvió más cruda aún… pero también comenzó la rápida agonía de la dictadura—intenso periodo que sirve de escenario a mi novela “Herida de Muerte”—. Dos meses más tarde, sucedía el asesinato del Ministro de Guerra Joaquín Tinoco, y casi de inmediato la precipitada renuncia de su hermano Federico a la Presidencia, para huir del país.

Hoy vivimos en una Costa Rica que, superficialmente diferente, conserva en sus entrañas una peculiar tendencia a repetir sus errores. Dichosamente, ya no se llega a las piedras, los leños, las llamas y las balas. Pero hoy, como entonces, hay Gobiernos cuyas extravagancias y falsas prioridades consumen los fondos y la paciencia de la ciudadanía. Y también hay personajes y medios sin ética ni escrúpulos, dispuestos a hacer el papel de “La Información”, poniéndose dócilmente a repetir lo que esos Gobiernos quieren que crea la gente. La ventaja es que ahora, a través de las redes sociales, a estos manipuladores se les puede “quemar” sin necesidad de motines, violencia y sangre: basta con hacerles ver que sus engaños son inútiles, que su intención es visible, y que la ciudadanía no cae ya en trampas tan burdas. Un pueblo con las prioridades claras, e inmunizado contra la manipulación política, es el verdadero camino para que resurja saludable la República, como resurgió después de 1919.

Robert F. Beers

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