May. 26, 2019

Más diputados, menos representativos

A decir verdad, no debería sorprendernos que la propuesta de cambiar el método de elección de los diputados, y elevar su número a 84, esté al borde de ser rechazada de plano por la Asamblea Legislativa. Lo que sí es asombroso es que un proyecto gestado y promovido a lo largo de cinco o seis años por personas de gran preparación académica y trayectoria política, haya sido planteado ante la opinión pública en un momento tan inoportuno, con tanta ligereza y tan escaso tacto, y con argumentos mucho menos convincentes de lo que hubiésemos esperado.

Primero el momento: justo después de pasarle a la ciudadanía una odiosa factura (más impuestos) por la borrachera fiscal del último Gobierno y la irresponsabilidad de sus antecesores, venir a sugerirles que necesitan más diputados y que éstos deben elegirse mediante el método más caro, es casi invitarlos al enojo y al repudio instantáneo de la iniciativa (y a opinar desde el hígado sobre el funcionamiento de la República en general).

A esto debe agregarse el apoyo público que le dio a la iniciativa el actual Presidente, el cual parece haber surtido el mismo efecto que sus visitas a empresas, obras de infraestructura, policías o países: atraerles la mala suerte.

Ahora la ligereza: no sólo se propuso aumentar en casi un 33% el tamaño del Congreso, sino que ni siquiera pareció observarse que el número propuesto (84) es un número par… y con ello posibilita el empate en votaciones críticas. ¡Imagínense eso un 1º de Mayo!

Y la falta de tacto: el “argumento” de satanizar a los asesores, con la ocurrencia de que ellos no son “democráticamente electos” y por ende son una especie de parásitos que no deberían participar en el proceso de formación de las leyes. Esto equivale a decir que los diputados, además de aumentar en número, tendrían que ser “todólogos” o enciclopedias ambulantes para no necesitar criterios profesionales y técnicos en la infinidad de disciplinas que abarca el quehacer legislativo. Y allí comienza a asomarse un cierto afán elitista de la propuesta: la idea de que no todos los ciudadanos deberían tener la posibilidad de ser representantes, sino únicamente cierta especie de “vanguardia intelectual” compuesta de superdotados que no necesiten consejeros.

(Todo esto, sin reparar en que quienes primero iban a analizar la iniciativa, para recomendar a los diputados su admisión o rechazo, serían precisamente los asesores)…

El aspecto medular del proyecto, sin embargo, no era la cifra de diputados en sí—aspecto cuyas bondades podrían haberse debatido en otro momento político—, sino cambiar el sistema de elección: en lugar del método proporcional (que busca reflejar en la composición del Congreso el porcentaje de votos obtenido por cada partido), se buscaba introducir una cuota significativa de designaciones por mayoría simple (es decir, el mismo sistema que actualmente se usa para nombrar Alcaldes).

Para justificar tamaño ajuste, hubiera sido necesario tener un arsenal muy sólido de argumentos y datos que le dieran sustento, y eso hubiésemos esperado de las personalidades académicas y políticas que lo impulsaban. Pero para decepción nuestra, las justificaciones ofrecidas fueron poco efectivas y menos convincentes, y pueden resumirse en unos cuatro eslóganes que resultan lamentablemente fáciles de refutar: 

  1. “Es más democrático que usted vote directamente por su candidato”.

    ¿Cómo saber si un sistema es más o menos “democrático”? La respuesta más apropiada sería que es más democrático el sistema que mejor refleje la voluntad ciudadana expresada mediante el voto. ¿Lo hace mejor una elección por “mayoría simple”? Los datos no respaldan esta afirmación. Por ejemplo, en las últimas elecciones de Alcaldes (2016), Liberación Nacional obtuvo a nivel nacional el 31% de los votos… y sin embargo se dejó el 62% de los cargos (el doble de lo que merecía). Mientras que el Partido Republicano Social Cristiano logró más de un 6% de los votos y sólo obtuvo el 1,2% de los puestos (la quinta parte de lo que merecía). Pueden darse ejemplos de muchas situaciones como esta en este tipo de sistemas (las elecciones de Jamaica en 1993 y 1997 son particularmente notables). En ellos es muy real la posibilidad de que una misma fuerza política, ganando por unos pocos votos cada distrito electoral, acapare todos los cargos con un porcentaje muy bajo, y deje sin representación al resto de la ciudadanía.

    Los proponentes, en el fondo, saben que esta es la mayor debilidad del sistema que promueven. Por eso mismo sugieren mantener la elección proporcional (la que tenemos actualmente) para la mitad de las plazas legislativas, aunque hacerlo sea contradictorio con la supuesta “mayor democracia”. El resultado sería que, mientras una parte del Congreso se distribuiría en proporción a los votos recibidos, la otra mitad distorsionaría esa misma representatividad, aumentando arbitrariamente la presencia de algunas fuerzas políticas sobre otras. Si se juzga por el resultado, claramente es menos democrático.

    Y eso, sin mencionar la actual tendencia a exigir la paridad de género, incluso condicionando el resultado mismo de la elección… algo que, si ya de por sí es casi imposible (pues no se pueden anticipar las preferencias de los votantes), lo sería aún más con el sistema sugerido. Pareciera que los proponentes ni siquiera contemplaron este tipo de variables políticas.

  2. “En el sistema actual la gente vota por una bandera, sin saber a quién está eligiendo”.

    Esta afirmación simplista es un menosprecio a la inteligencia de los electores. Cualquiera sabe que la bandera es simplemente un símbolo, pero cada elector tiene la capacidad de atribuir al símbolo un contenido y elegir según ese contenido. En otras palabras, uno no está votando por “una bandera”, sino por un programa, una visión, una idea o un sistema de valores, los cuales el partido político se compromete a expresar en el Poder Legislativo. Bajo esta óptica, lo que interesa más al elector es que los ocupantes de la curul, sean quienes sean, cumplan con el cometido de representar la visión de su electorado.

    Claro está, aquí es necesario asumir que la oferta política del partido en cuestión haya sido la genuina. Ningún sistema de elección nos inmuniza contra los “timos electorales” como el practicado por el actual partido en el poder, que en campaña nos vendía ética, preparación y productividad, pero en Gobierno resultó estar mentalmente limitado a la bien financiada agenda de un grupo específico. En este caso, tampoco era relevante quienes integraban sus papeletas—ilustres desconocidos la mayoría de ellos… pues en el fondo se votó por esa agenda, sin conocerla.

    La alternativa que nos plantea este proyecto es simplemente olvidarse del mensaje y poner el foco en el mensajero, como si la elección fuera un reinado de simpatía. Y esto, claro está, implicaría una campaña más intensa y costosa, lo que favorecería a los aspirantes que cuenten con más recursos económicos. Es decir, de nuevo aflora el sabor elitista de la propuesta: los que deseen llegar a Cuesta de Moras no sólo deberán ser “superdotados”, sino también “súper adinerados” o tener buenos amigos… lo cual, desde el punto de vista de la República, podría significar la prevalencia de otros intereses y no del interés general.

  3. El sistema actual se basa en una división territorial obsoleta y poco funcional”.

    Si aceptamos como cierta esta afirmación, el problema sería la división territorial, no el sistema de elección. Sin embargo, alterarla también tendría impacto en el resultado.

    Cuando el constituyente optó por tomar las provincias como base del sistema, lo hizo para dar cierta representación territorial al Congreso, y al mismo tiempo hacer imposible el llamado “gerrymandering” (la práctica de manipular los límites de los distritos electorales para beneficiar o perjudicar a ciertas fuerzas políticas). Por esto mismo, la Constitución establece un procedimiento agravado para crear o modificar las provincias (art. 168).

    De introducirse el sistema propuesto, las provincias dejarían de funcionar como distritos electorales, los cuales deberían entonces ser definidos de otra forma… y por consiguiente, dependiendo de quién dibuje el mapa, nos volveríamos vulnerables al “gerrymandering”. Dudo que este sea un resultado deseable, y menos cuando se hace en nombre de la “democracia”.

  4. Hay cantones que nunca obtienen un diputado”.

    ¿Y cuál es el problema? Este argumento reproduce un error fundamental de concepto: la creencia de que un diputado es una especie de “mega Alcalde” con competencias ejecutivas territoriales, y de que nuestro país es una especie de “federación de cantones”. Una noción completamente falsa.

    Bajo el sistema republicano unitario que nos rige, los diputados no tienen carácter local, sino nacional (art. 106 de la Constitución Política). Para ver los temas propios de cada cantón, la Constitución dispone la existencia de otro órgano completamente autónomo: el Gobierno local. No es necesario, entonces, que cada cantón tenga un diputado… lo que, por otra parte, sería un disparate en términos de representatividad, al darles a los 260 mil habitantes de Alajuela Centro el mismo peso que a los 5.000 pobladores de Turrubares.

En conclusión…

Por bien intencionada que sea esta iniciativa, resulta evidente que ocasiona más problemas de los que pretende resolver. Es claro que aquí se pierde de vista el carácter representativo de un Parlamento republicano—es decir, la noción de que éste debe reflejar la composición política y social de la comunidad nacional—, reduciendo la elección a una especie de ejercicio democrático meramente formal, que resulta elitista en sus consecuencias.

Puede ser que a algunas personas no les guste el sistema actual. Es natural, pues no hay sistema perfecto. Sin embargo, en términos de reflejar la voluntad ciudadana, es difícil pensar en uno que cumpla mejor su objetivo. Y en las circunstancias políticas actuales, el intento de manosearlo puede tener consecuencias insospechadas.

¿Qué hacer, entonces, para mejorar la representatividad? Si nuestro problema está en que nos desagradan los menús de candidatos que nos ofrecen los partidos políticos, eso tiene una solución menos engorrosa: participar en ellos. De la veintena de partidos a escala nacional, alguno habrá que se aproxime mejor a nuestro sentir, a nuestro pensar, o a nuestros ideales, principios y valores. Hay que involucrarse en los procesos internos, demandar una mejor calidad de las personas que aspiren… en resumen: convertirnos en una ciudadanía activa. Si no nos ocupamos de la política, la política tarde o temprano se ocupará de nosotros.

 

Robert F. Beers

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