Oct. 31, 2017

Un error para el terror

Quienes me conocen, saben que soy asiduo usuario del tren.

Empecé a utilizarlo, claro está, por razones prácticas: de los medios de transporte existentes en el corazón urbano del país, sólo el tren saca ventaja de las exiguas distancias que separan un poblado de otro, sin que estas se vean negadas por la insoportable congestión de las carreteras. Después de todo, la posibilidad de salir de San José a las 5 de la tarde y durar apenas 30 minutos para llegar a San Antonio de Belén no es nada despreciable para alguien que le da al tiempo su justo valor.

En breve comencé a descubrir, sin embargo, la curiosa fascinación de avanzar sobre rieles. Pude captar que el tren, en nuestro medio costarricense, posee la improbable connotación de ser una cápsula del tiempo, una conexión viva con nuestra historia. Uno se admira, por supuesto, de que los gobiernos del siglo 19 construyeran lo que los del 20 y 21 no son capaces de mantener o administrar… pero el asombro crece cuando se le ocurre a uno que quizás está sentado en el mismo vagón que trajo al abuelo desde Puntarenas.

También llegué a percatarme de que el ferrocarril es una experiencia peculiar, muy distante de la prosaica monotonía de un carro o del tortuoso vaivén de un autobús. El tren es a la vez progresista y nostálgico; tiene algo de romántico y algo de aventurero. Quien sube a un tren, sube a un “pequeño Universo” ruidoso y humeante, que parece respirar y agitarse con vida y personalidad propias.

Y un viajero frecuente, si sube siempre a la misma hora, acaba por acostumbrarse a ver ciertas caras. Hay algo de estabilidad y de constancia que no sucede en los automóviles, donde un conductor por lo general va solo, ni en los autobuses, impersonales y sofocantes, cuyo trayecto a empujones por las calles locales se hace aún más interminable si lo sazona el dudoso gusto musical del chofer.

Por eso impacta tanto el suceso de anoche en Santa Rosa de Santo Domingo (a pocos metros de donde sucedió hace 91 años la peor catástrofe ferroviaria de nuestra historia). Porque el torrente de heridos no es simplemente “una estadística” (parafraseando la sentencia de Kurt Tuchowski mal atribuida por algunos a Stalin). Es mucho más que eso: es la radiografía humana de nuestra sociedad. Es la masa de gente que, desesperada por el insoportable caos vial, opta por atiborrar estos geriátricos vagones y ganarse unos minutos más con su familia. Es el agotado operario que vuelve a casa; es la joven ejecutiva inmaculadamente vestida después de un arduo día; es la madre soltera que lleva a sus hijos a entrenar, o el oficinista agobiado que intenta dormir en un asiento. Y todos por igual, ensangrentados, contorsionándose del dolor, retirados en ambulancias o envueltos en vendas en medio de la oscuridad… mientras los demás viajeros, los que tuvimos la bendición de ir en otro viaje, sentimos cómo se nos encoge el alma y padecemos junto a los heridos y lesionados, pensando cuándo será nuestro turno.

Son muy relevantes, desde este punto de vista, las manifestaciones de la Presidenta del INCOFER. Nadie le discute que la venerable infraestructura lleva años cayéndose a pedazos—con la agravante desidia de ciertas agrupaciones políticas, más interesadas en fabricarle un negocio a algún amigote que en satisfacer el interés general—, pero no se puede culpar de todo a las vías herrumbradas, a la edad de los vagones o a la ausencia de GPS. Después de todo, eso es lo que hay, y con eso hay que trabajar. Pero hay un elemento clave que está siendo omitido: la intervención humana.

Digámoslo de una vez: si los trenes están operando en esas condiciones, es porque alguien tomó una decisión. Alguien decidió abandonar la infraestructura y dejarla herrumbrarse durante varios años. Alguien también decidió rescatarla y ponerla de nuevo en servicio, en procura de aliviar el infierno vehicular y ahorrarle a la nación unos cuantos barriles de petróleo. Alguien resolvió que con el equipo existente se podía ofrecer un servicio más frecuente. Y alguien más decidió avanzar cuando debió haberse detenido.

La lógica es implacable: la única explicación posible para que dos trenes atestados de gente circulen en direcciones opuestas en una misma vía es… ¡el error humano! ¿Para qué más explicaciones? ¿Para qué “zafar la tabla” y evadir responsabilidades? En este caso, bastó con un error para el terror, y sólo por gracia de Dios no estamos lamentando consecuencias más graves. Pero, al igual que con el percance sucedido en abril de 2016, no podemos dejar pasar la advertencia.

Podríamos seguir “tirándole los muertos” al INCOFER, acaso para beneficio político de algún buitre “presidenciable”. Pero creo más importante echar mano de la circunstancia y aprender nuestra propia lección. Acabamos de decir que el tren es un “pequeño universo”, y como tal refleja el “gran Universo” de nuestro país; de modo que bien podemos vernos en el espejo de lo sucedido y reflexionar en esa radiografía social que nos está siendo mostrada. ¿Le seguimos echando la culpa al sistema político, a la poca calidad de nuestros representantes, a la envejecida infraestructura, al "Cementazo", al Estado o a todo el mundo, o empezamos de una buena vez a tomar decisiones basadas en nuestros valores y principios? En pocas semanas tendremos la palabra.

Robert F. Beers

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