Aug. 1, 2016

Europa en su telaraña, I Parte

En una realidad tan acelerada como la que enfrentamos, no pasa un mes completo sin que el mundo parezca volverse al revés.

En ese lapso tan corto asistimos a una docena de actos terroristas en Francia, Alemania, Israel, Irak y Afganistán; un cruento y fallido golpe de Estado en Turquía; y un referéndum en el Reino Unido cuyo resultado originó un terremoto económico mundial y abatió espectacularmente al gobierno del Primer Ministro Cameron. Además, nos toca ser espectadores de una tragicómica batalla electoral en los Estados Unidos, donde un bipartidismo anquilosado y una fatiga generalizada hacia la política “tradicional” tiene a los votantes atrapados entre la retórica incendiaria de Donald Trump y una Hillary Clinton cuya “inevitable” candidatura (finalmente impuesta por la cúpula demócrata) resulta más falsa que lágrimas de telenovela.

Del fenómeno estadounidense habrá que comentar muchísimo, y lo haremos oportunamente. En esta oportunidad, sin embargo, es el caso (o el caos) europeo el que vendrá bajo nuestra modesta lupa.

Claro está, no es ninguna novedad que Europa atraviese tiempos turbulentos. La imagen de apacible y arrogante civilidad que se esfuerzan por proyectar sus dirigentes desde hace 50 años casi nos hace olvidar que, de las siete guerras más sangrientas de la historia, cinco se originaron en suelo europeo: la Guerra de los Treinta Años, la Guerra Napoleónica, la Guerra Civil Rusa y las dos Guerras Mundiales.

Algo de eso debe tener relación con la curiosa obsesión que, al menos desde los tiempos grecorromanos, ha tenido el Viejo Mundo con la idea de un gran imperio supranacional. Desde la proclamación de Augusto César, pasando por Bizancio, el Imperio Carolingio, el Sacro Imperio Romano Germánico, la conquista de América, la Francia de Napoleón, la Liga de Emperadores del siglo 19, el reparto de África, la Unión Soviética, el Tercer Reich, hasta llegar a la Unión Europea, la historia de aquel lado del orbe pareciera la eterna búsqueda del método más preciso para crear alguna especie de imperio estable y duradero.

Especial mención amerita el último de estos intentos. No cabe duda de que, al igual que todos los anteriores, había cierto ingrediente nostálgico respecto a la grandeza del Imperio Romano (lo que puede observarse en el hecho de que el pacto que hizo nacer la Comunidad Económica Europea fue “casualmente” el Tratado de Roma, firmado en esa ciudad en 1957).

Lo notable, sin embargo, es precisamente eso último que acabamos de mencionar: que la tentativa no se originara, como tantas otras, en el factor militar… sino en la decisión pura y simple de un grupo de actores políticos, determinados a lograr mediante alianzas y pactos la anhelada mezcla. Así Europa es posiblemente el más acabado ejemplo de una integración construida “desde arriba”, es decir, definida y ejecutada exclusivamente desde las más elevadas cúpulas del poder.

El proyecto no carecía de sentido, al menos a los pragmáticos ojos de los dirigentes de la Europa Occidental de entonces. La idea de un mercado común, como base para una futura integración política, era a la vez una reacción contra el nacionalismo y contra el comunismo (a cuya interacción atribuían el estallido de la Segunda Guerra Mundial). Ahora bien, no era fácil darle legitimidad a una sumatoria tan artificial invocando simplemente esos miedos. Después de todo, otra de las causas evidentes de la guerra había sido la pusilanimidad de esos mismos dirigentes políticos frente a ambas amenazas. Y además, eran los pobladores de todos los países implicados los que se habían desangrado y masacrado mutuamente, apenas unos cuantos años antes. Todavía se estaban reconstruyendo ciudades, y aún no volvían a casa todos los prisioneros de guerra. El odio mutuo acumulado por siglos recién se había renovado de la forma más cruenta. Y en los países, como en las personas, heridas tan profundas no suelen sanarse tan rápido.

¿La solución a este dilema? Un barniz de idealismo. ¿Para qué admitir el miedo al comunismo, o el deseo de neutralizar al nacionalismo violento, cuando más bien se podían invocar nobles causas? La democracia, los derechos humanos, el progreso, la libertad, la igualdad, la tolerancia, el secularismo, el consenso, la fraternidad internacional, la responsabilidad ambiental, la gobernanza, la multiculturalidad, las puertas abiertas a la migración humana… Todas estas hermosas etiquetas (al son, por supuesto, de la Oda a la Alegría de Beethoven) encontraron su expresión en el discurso oficial europeo, y produjeron paulatinamente que se levantara una criatura burocrática de dimensiones continentales, que desde las alturas de su laboratorio sociopolítico de Bruselas dejaban caer una norma tras otra, intentando hermanar tanto países como ideologías en una única talla, muy liberal en lo económico y algo socialista en cuanto a las políticas públicas, pero siempre vendiéndose a sí misma como el paradigma de la cooperación internacional democrática.

Y curiosamente, funcionó… por un tiempo.

Si la Unión Soviética fue un experimento del socialismo estatal, que perduró apenas por una generación, la Unión Europea vendría a ser el experimento de lo “políticamente correcto”… y, por lo que está viendo en nuestros días, también estaría limitado a una generación. Víctima, irónicamente, de su propio discurso.

Parafraseando a Karl Popper, cuando una teoría aparece como la única solución posible a un problema determinado, es señal de que no se ha comprendido ni la teoría ni el problema. Es bastante claro (ahora) que Europa, como la URSS en su momento, no comprendió a Popper.

En Bruselas y en todas las capitales de los países integrados se escuchaba esencialmente la repetición de la misma teoría, un discurso oficial que parecía irrefutable… pero que lentamente fue convirtiéndose en una telaraña que enredó incluso a quienes lo habían impulsado con más pasión. Y ahora la Unión Europea, construida sobre esos pies de barro, empieza a resquebrajarse por causa de una irresistible presión interna de sus propios ciudadanos… quienes, a pesar de la mascarada de sus gobiernos y del esfuerzo por borrar de un plumazo sus identidades y diferencias, nunca fueron parte real del proceso integracionista, ni acabaron de sentirse cómodos con una “solución” que no parecía resolver realmente sus viejos problemas, y más bien creaba otros nuevos.

La Unión Soviética reprimía la disensión mediante la primitiva brutalidad de un estado policial. La Unión Europea, por el contrario, apeló a un método más refinado (y efectivo, como pudieron comprobar de camino) de represión de la disidencia: la culpabilidad, el etiquetamiento y el aislamiento mediático. Mediante este método el discurso oficial se volvió inatacable, pues cualquier reclamo, legítimo o no, podía desestimarse fácilmente mediante una etiqueta que evocara fantasmas indeseables del traumático pasado: “separatismo”, “gremialismo”, “xenofobia”, “racismo”, “retroceso”…

La fórmula también funcionó… por un tiempo.

Hasta que de la nada llegó la piedra que había de golpear la estatua en sus frágiles pies. Primero, el colapso económico mundial de 2008. De súbito países como España, Italia, Portugal y Grecia se vieron arrollados por una oleada de desempleo y deudas de magnitudes apocalípticas. Y luego, para remachar, la “primavera árabe” de 2011 que desembocó en el estallido de la guerra civil en Siria y, por consiguiente, en una oleada fresca de refugiados musulmanes que acabó por ser, quizás, la gota que derramó el vaso.

En nuestra próxima publicación analizaremos con detalle este punto, y veremos cuál ha sido su incidencia directa en acontecimientos como el referéndum británico (Brexit) y los atentados perpetrados en Francia.

La conversación está abierta…

Robert F. Beers