Mar. 10, 2020

El Rumbo Perdido

Sentado en una banca, afuera del puente de mando, Fabián suspiraba entre el alivio y la impaciencia. El barco aún mantenía el rumbo.

El ruido a proa parecía crecer, y el agua lucía más inquieta y espumosa a medida que avanzaba. "¿Cuánto tiempo nos quedará?", se preguntaba el joven tripulante, con su impecable uniforme, contemplando el horizonte con un dejo de angustia. Por las ventanillas del puente veía a los oficiales y algunos tripulantes gesticular más y más, pero el timón seguía sin girar.

La larga travesía por aquel río había transcurrido con peculiar tranquilidad por mucho tiempo. El viejo capitán había esquivado algunos escollos ocasionales, pero las aguas apacibles contagiaban su tranquilidad general a tripulantes y pasajeros por igual. Hasta el momento, según decían los más experimentados navegantes, el desgaste y los posibles daños no habían amenazado nunca la estabilidad de la nave. Pero Fabián sabía, como muchos otros, que algunos a bordo se habían atrevido a escamotear piezas del buque o pertenencias de los pasajeros, y las acciones disciplinarias habían sido escasas y tardías. Ni siquiera hubo contundencia para Memo, el torpe y labioso maquinista que abriese una brecha bastante grande en el casco, permitiendo una entrada de agua que luego pretendió tapar “heroicamente”… utilizando el equipaje de los despistados viajeros.

Al cabo, sin embargo, el capitán se vio tan agotado que muchos de los oficiales le recomendaron irse a reposar. La travesía parecía tan monótona como siempre, y nadie se preocupó mucho del timón. Lo importante, decían, era seguir adelante y hacer los mínimos ajustes de rumbo… hasta que algunos advirtieron que, en alguna parte del trayecto, habían omitido un viraje oportuno, y ahora se dirigían hacia una temible catarata.

Fabián recordaba muy bien ese momento. El rumor sobre semejante amenaza se esparció por todos los tripulantes e incluso lo escucharon algunos los pasajeros (aunque otros no le dieron importancia, o incluso pensaran que todo era parte del entretenimiento de a bordo). Los oficiales más antiguos pensaron inicialmente en ir al aposento del capitán y despertarlo, pero pronto entendieron que el viejo navegante sólo sabía marchar como siempre lo había hecho, hacia adelante… y que había sido bajo su mando que habían perdido el rumbo. ¿A quién darle el timón, entonces? Ninguno de ellos despertaba seguridad: el primer oficial Antonio era malquerido por su petulancia y por haber ansiado siempre adueñarse del barco; el pelón Rudy, segundo oficial, era volátil e inseguro; el médico de a bordo no parecía saber mucho de navegación, y el irritable Juan Pedro, contramaestre de popa, era un matón que sólo ansiaba frustrar las ambiciones de Antonio.

Alejado de la discusión, Fabián observaba angustiosamente sobre la baranda de proa, a la espera de ver aparecer en cualquier momento la temida catarata. No necesitaba ningún título de navegante para entender que era imprescindible maniobrar cuanto antes. Algunos pasajeros y compañeros de tripulación se le acercaron, pues les inspiraba confianza: en algún momento les había servido de amable guía por los intrincados pasillos del navío, y también los había deleitado con su habilidad para la música. Y sobre todo, parecía consciente del peligro y poco afín a las ocurrencias de Memo y otros tripulantes, con las que pretendían entretenerse azuzando los desacuerdos sin aportar soluciones reales. Instantes después, y casi sin imaginarlo, Fabián había sido llevado por aquellas personas hasta la entrada del propio puente de mando.

–¿Así que este también piensa que puede tomar el timón? —inquirió burlón el primer oficial, al verlo llegar—. Díganos entonces, Fabián… ¿qué va a hacer si se lo damos?

–Dar vuelta—respondió resueltamente el joven—. Es lo más lógico, ¿no?

–¿Alguna vez ha manejado un barco?

–No, pero he navegado en este por algún tiempo, y he visto cómo lo hacen otros.

–¿Y debemos suponer que va a saber hacerlo?

–No soy un sabelotodo, pero creo que puedo ser de ayuda—se atrevió a decir Fabián, luego de unos segundos de tensión—. Voy a orar mucho y encomendarme a Dios, porque ante todo soy creyente. Y voy a pedirle a algunos de ustedes, y también a algunos de los pasajeros, que me ayuden, porque lo difícil no va a ser sólo dar vuelta… sino navegar contra la corriente.

–¡Bah! ¡No le hagan caso a ese charlatán! —desde el otro extremo se escuchó la desapacible voz de Calín, un arrogante novato que apenas se había incorporado a la tripulación unos kilómetros antes, recomendado por Memo—. ¡Si ese no ha tocado un timón en su vida, y hasta a Dios quiere llamar para que lo ayude! Lo que necesitamos es a alguien preparado… yo, por ejemplo. Conozco el barco y conozco el río, y puedo comunicarme con los pasajeros en tres idiomas. Aquí estamos todos juntos, y lo importante es que en este viaje todo el mundo se sienta incluido, como en el “crucero del amor”… pero no con un tipo como este, que sólo nos quiere dividir, y si lo ponen a comandar, va a tirarlos a todos por la borda si no rezan.

Fabián se sorprendió de que Calín la emprendiera contra él con tanto desprecio e hiciese afirmaciones tan absurdas… pero más aún de ver que los otros oficiales guardaban silencio y lo miraban rencorosamente, como regañándolo por haber osado siquiera entrar en el puente, y asintiendo tácitamente a los disparates que decía el otro. Los tripulantes y pasajeros que lo habían llevado parecían ahora avergonzados, y se iban desgranando poco a poco. Y al fin, con un largo suspiro a manera de comentario, retrocedió y salió a sentarse en la banca de afuera, a otear nuevamente el horizonte en busca de la pavorosa catarata.

Calín agarró confiadamente el timón, seguido del pelón Rudy; pero enseguida llamó a Memo y a sus otros amigos, ordenó servir licores y adornar los costados del barco con guirnaldas multicolor. El navío siguió su marcha, dando tumbos y a velocidad creciente, pero los orgullosos oficiales se mordían la lengua para no quejarse, y esperaban con extraña parsimonia que Calín pidiese un mapa, hiciese algún gesto o siquiera intentase darle vuelta al timón.

–¿Y bien? —ladró uno de los navegantes, ya impaciente—. ¿Babor o estribor?

El sorprendido Calín abrió mucho los ojos y los fijó en el que hacía la pregunta.

–Usted no tiene porqué cuestionar eso—respondió con brusquedad—. Está dividiendo a la tripulación. Sin duda usted es un aliado de ese tal Fabián.

Hubo un instante de calma aparente, pero el improvisado capitán no hacía más que rascarse su enorme cabeza.

–¿Babor o estribor? ¿Para dónde vamos? ¿Cuándo vas a virar? –otras voces se sumaron al fin desde los rincones del puente. Fabián alcanzaba a ver la escena desde afuera, a través de las ventanillas. Observó que Calín se desconcertaba y retrocedía, aunque siempre desafiante y rígido, manoteando desacompasadamente como queriendo calmarlos… pero sin mirar siquiera el timón.

Y él seguía aquí. Afuera, sin que nadie saliera a llamarlo.

–¿Acaso no se han dado cuenta? —vociferó alguien dentro, con tal vigor que alcanzó a oírse hasta la cubierta más lejana—. ¡Este payaso no sabe ni qué es “babor” ni “estribor”, ni siquiera puede leer un mapa! ¡Que estaba preparado, decía…! ¡Lo único que le interesa es armar su fiesta!

–Con Fabián estaríamos peor—era lo único que atinaba a repetir el balbuceante Calín, pero ya nadie le creía una palabra. Los oficiales más viejos sacaban pecho e intentaban gobernar la nave… pero ellos, al igual que el viejo capitán ya retirado, sólo sabían ir hacia adelante y no recordaban dónde habían perdido el rumbo.

Mientras aquel ridículo conflicto se prolongaba, Fabián suspiró. “¿Cuánto tiempo nos quedará?”… Las gesticulaciones y voces continuaban adentro. El timón seguía sin girar. Nadie lo tomaba. A la distancia comenzaba a verse la espuma profusa que anunciaba la inminente catástrofe.

Robert F. Beers

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