Aug. 8, 2022

República, Partidos y Disparates

Mis estudiantes de Derecho Constitucional recordarán (con alguna sonrisa) que con frecuencia sus exámenes incluían una pregunta sobre el sistema de gobierno de Costa Rica. Los que contestaban “democracia” estaban destinados a llevarse un chasco, pues la respuesta correcta estaba de forma textual en el artículo 1° de la Carta Fundamental que estudiaban: “Costa Rica es una República”.

Una verdadera República, por supuesto, debe necesariamente tener una base democrática; pero la democracia, por sí sola, no equivale ni sustituye al concepto de República, sino que representa apenas el mecanismo válido de acceso al poder y toma de decisiones. En ese sentido, la República tiene un alcance mucho mayor. Hemos comentado en otras ocasiones que se trata de un sistema político nacido como antónimo de la concentración del poder. La República es, por consiguiente, el enemigo natural del absolutismo monárquico, el totalitarismo ideológico y cualquier otra modalidad de elitismo político. El republicanismo, como pensamiento político, se enlaza con el constitucionalismo como línea jurídica, y se complementan mutuamente en la aspiración de limitar y controlar al poder.

Por supuesto, no ha sido fácil ni gratuito establecer límites al poder político, ni mucho menos mantener en funcionamiento tales vallados en presencia de personajes públicos abusivos o pusilánimes. Hoy, sin embargo, el poder encuentra sólidas fronteras en su plazo (de modo que ningún ciudadano o agrupación pueda acapararlo a perpetuidad), en la clásica distribución por funciones (legislativas, ejecutivas y judiciales); y en el territorio (lo que nos lleva a tener tanto un gobierno nacional como múltiples gobiernos locales).

Es en este punto donde el concepto de “República” sobrepasa ampliamente al de “democracia”, al que tanto se ha “romantizado” y del que muchos prefieren hablar. La democracia es sólo uno de los componentes de la República, con su propia utilidad teórica y práctica. En la práctica, es la forma más precisa de tomar decisiones en función del interés general (expresado en una mayoría que la hace patente mediante el voto); y en la teoría, el método más eficaz para ratificar que el poder originario reside en la ciudadanía, y renovar así la legitimidad de todo el sistema jurídico y político acordado en la Constitución. Ahora bien, la democracia por sí sola es—ante todo—un instrumento, y como tal también podría ser utilizado para desarticular o destruir la República (táctica usual de demagogos y aspirantes a tirano en el pasado, presente y futuro).

Bajo este contexto, podemos entender mejor porqué, en nuestra República, existen ciertas reglas para la democracia electoral que, sin esta visión, parecerían antojadizas o arbitrarias. Entendiendo la necesidad de distribuir y limitar el poder, comprendemos cuán saludable es que las elecciones municipales estén separadas de las nacionales, o que los escaños legislativos y municipales se asignen en proporción a los votos recibidos y no bajo la lógica de “todo o nada”; o cuán necesario es que se exija un porcentaje contundente de votos para declarar electo a un Presidente de la República y cederle la plena conducción del Poder Ejecutivo y el mando supremo de la Fuerza Pública.

Con este principio en mente, se vuelven altamente sospechosas las reiteradas tentativas que se vienen suscitando en las últimas semanas desde algunos círculos políticos, en el sentido de debilitar o desvirtuar precisamente las reglas que dan sentido republicano a la democracia electoral. Estas intentonas antirrepublicanas tienen varios elementos en común: se han planteado bajo argumentos débiles o falaces, incluyendo el tema de los costos; no logran esconder su verdadero objetivo—resolverles “por la vía rápida” un problema electoral a los partidos proponentes y evitarles la magna tarea de autocriticarse y adaptarse a una época distinta—; e invariablemente se han gestado desde el Partido Liberación Nacional, aunque usualmente cuentan con la firma de un diputado de la Unidad (casi siempre el cartaginés Alejandro Pacheco) y el apoyo supuestamente “ingenuo” de alguna otra agrupación.

No es ningún secreto que los partidos históricos, mal acostumbrados desde el siglo pasado a dominar en todos los niveles mediante el mito de la “estructura” (una especie de “aplanadora política” que se valía de la figura del candidato presidencial para acaparar anónimamente los demás puestos), ahora tienen tremendas dificultades para conseguir apenas una decena de diputados o superar el 15% de la votación en una elección nacional, mientras que su hegemonía municipal también se ha ido erosionando ante el embate de agrupaciones cantonales.

Tampoco es un secreto que ese visible deterioro en su rendimiento electoral es al mismo tiempo causa y consecuencia de sus crisis internas. Nacidos a la vieja usanza, los partidos tradicionales se han ido degradando a toda velocidad. El destructivo PAC se autodestruyó por todos los medios; el hundido PUSC pretendió reinventarse como una especie de “federación de partidos provinciales” para retener curules legislativas; y el PLN se “feudalizó” para quedar en manos de alcaldes y ex alcaldes con mentalidad aldeana. Hace rato se olvidaron ambos de generar pensamiento propio—algo que castigan en lugar de estimular—y de ofrecer liderazgos frescos a escala nacional. Por el contrario, nos vienen ofreciendo esencialmente los mismos planteamientos y las mismas candidaturas desde la década de 1990.

Ante la incapacidad de renovación de esas estructuras, habríamos esperado que otras agrupaciones recogiesen el reto y se dedicaran a hacer precisamente lo que los viejos partidos abandonaron: forjar grupos de pensamiento y liderazgo, plantearse como referentes ideológicos claros, y proyectar gabinetes en lugar de candidatos. Pero lamentablemente no ha sido así. Unos han elegido operar bajo la lógica de una franquicia (como si un partido fuese una simple “marca comercial”), y otros simplemente no logran aprender que egos grandes producen partidos pequeños, y parecen empeñados en copiar los vicios y en desaparecer del mapa político antes que poner reparo alguno a la infalibilidad de su autoproclamado líder.

Todos los mencionados, sin embargo, son problemas de los partidos. No se deben a que las elecciones municipales se realicen en fecha distinta, ni a que la Constitución demande un porcentaje de votos que antes, curiosamente, no les parecía muy alto. De allí que los retrocesos que vienen planteando desde el Congreso y la prensa los nostálgicos del bipartidismo, sean implícitas confesiones de mediocridad y frustración, pero también síntomas de una peligrosa tendencia elitista que procura devaluar el voto y repudiar la participación ciudadana en busca de una mayor concentración de poder: precisamente la antítesis de la República.

Así las cosas, lo que merece el calificativo de “disparate” (o de “idiotez”, para usar el término con el que un diputado quiso defender la que él firmó) es la pretensión de dejar en manos de unos pocos la elección definitiva del Presidente de la República. Las motivaciones para tal iniciativa son tan absurdas—o tan perversas—que lo único sensato que cabe es desterrarla. Esperemos que los partidos políticos se olviden de promover tal disparate, y que mejor se dediquen a hacer lo que deberían estar haciendo, en lugar de arrastrar en su caída a la República con tal de no renunciar a la mediocridad.

 

Robert F. Beers