May. 20, 2022

Territorios y República

El sistema político que hoy conocemos como “República” surgió como una reacción contra la concentración del poder, para tornarse en el enemigo natural del absolutismo monárquico, del totalitarismo, y de cualquier otra forma de elitismo político. La necesidad de poner límites infranqueables al poder es el origen común de la República y del constitucionalismo, que idealmente marchan siempre de la mano. De allí que sea tan importante, en todo diseño institucional republicano, la fundamental premisa de mantener al poder dividido, limitado y controlado.

El poder político, en la República, se divide y limita de muchas formas. Por ejemplo, es normal y deseable que encuentre límites por plazo, de manera que ningún ciudadano pueda permanecer en él por más tiempo del debido. Otro de sus límites es la tradicional separación por funciones (legislativas, ejecutivas y judiciales); y una adicional, que complementa la anterior, es la distribución por territorio (gobierno nacional y gobiernos locales).

Hacer valer estos límites y separaciones no ha sido tarea fácil ni gratuita, y el proceso para conseguirlos no ha estado exento de tropiezos y retrocesos. No siempre se ha tenido un Poder Judicial independiente ni una Asamblea Legislativa que le “marque la cancha” a Ejecutivos torpes o desbordados. Pero la gradual conquista de gobiernos locales más sólidos e independientes (la realización de la “autonomía municipal” planteada por los constituyentes originarios) ha sido quizás el cambio más tangible en nuestro paisaje político durante los últimos 20 años.

En ese lapso pasamos de tener Ejecutivos y Concejos Municipales anodinos, casi anónimos y elegidos simplemente “por arrastre” a la sombra de las elecciones presidenciales, a una etapa intermedia que no satisfizo a nadie, para luego llegar hacia un panorama competitivo y vigoroso por derecho propio, donde lo comunal importa y define. Para bien o para mal, esta nueva dinámica ha generado que nuestra política electoral se componga ahora de dos “universos paralelos”—uno municipal y el otro nacional—con muy poco en común; pero también tenemos ahora una “cultura de lo local” que no existía prácticamente desde los tiempos coloniales, y por añadidura una mayor capacidad de exigir cuentas a nuestros representantes inmediatos: un avance nada despreciable.

Una transformación de tal magnitud, por supuesto, tenía que repercutir en la conducta y organización de los partidos políticos—por excelencia el vehículo constitucional de participación para la ciudadanía—. No sólo originó un auge creciente de las agrupaciones comunales (notable especialmente a partir de 2016, cuando se unificaron por completo las elecciones municipales), y una importante reducción del abstencionismo (descendió 13 puntos porcentuales de 2002 a 2020), sino que lanzó un tremendo reto a los partidos históricos, acostumbrados a dominar en todos los niveles mediante el mito de la “estructura” (una especie de “aplanadora política” que permitía acaparar la mayoría de los cargos enfocándose apenas en una figura, la del candidato presidencial).

Podríamos afirmar que, en ese sentido, las reformas también descentralizaron el poder político a lo interno de los partidos tradicionales. Pero esa redistribución del poder fue contaminada por una norma que jamás debió haberse introducido: la posibilidad de reelección continua e ilimitada de los Alcaldes, un privilegio que nuestra Constitución no concedió a ningún cargo de elección popular, y que marcha a contravía de nuestra historia constitucional desde 1859. El efecto de dicha norma ha sido completamente antirrepublicano, pues generó una serie de “feudos” donde el poder, en lugar de distribuirse, se concentra y eterniza en pocas manos.

Como resultado de esta “feudalización”, los partidos tradicionales nacidos a la vieja usanza (Liberación y Unidad) se han ido degradando con creciente rapidez. La aguda crisis del PUSC lo empujó a reinventarse como una especie de “federación de partidos provinciales”, orientada a obtener curules legislativas; pero el PLN se volvió ya irreconocible como entidad política individual, y se tornó en un rompecabezas de partidos cantonales homónimos, cuyo foco es exclusivamente lo electoral y, dentro de lo electoral, lo municipal. Ambos tienen rato ya de haberse olvidado de generar pensamiento propio—actividad que, lejos de estimular en sus filas, parecen decididos a castigar—y de ofrecer liderazgos frescos a escala nacional; y sus malacostumbradas “estructuras” locales no tienen ningún incentivo para sumarse a un esfuerzo general por la Presidencia o el Congreso. Sin embargo, este problema pertenece a los partidos mismos, y no al ordenamiento jurídico ni a la reforzada autonomía municipal.

Es de esperar, claro está, que haya sectores disconformes con los resultados de esta evolución republicana, o al menos con sus efectos colaterales sobre los antiguos partidos (la forma en que ha influido a otros más nuevos es tema para otro día). La reciente campaña política nos reveló un curioso interés de algunos círculos minúsculos por inducir alguna especie de “nostalgia” por el bipartidismo del siglo pasado. Pero haríamos muy mal en revertir una reforma sana y lógica sólo por resolverles los problemas internos a una o dos agrupaciones viejas y achacosas.

De allí que me asombrara tanto el planteamiento de mi colega Fernando Zamora Castellanos, en el sentido de devolver las elecciones municipales al formato insípido del siglo pasado; sobre todo por basarse en argumentos nada convincentes. No es de recibo, por ejemplo, invocar el costo de un proceso electoral como justificación para disminuir su número y frecuencia; pues bajo esa línea de razonamiento llegaríamos a la perversa conclusión de que la tiranía es gratis. Una nación que empobrece la democracia, se empobrece a sí misma.

Tampoco es de recibo pensar que es algo “malo” que haya un ciclo electoral cada dos años (sin considerar la posibilidad de que se convoque a algún referéndum en el ínterin). La experiencia ha demostrado que, en cuanto a sus resultados finales, las elecciones nacionales y las municipales guardan poca o ninguna relación. Por el contrario, desarrollarlas por separado evita que los temas locales sean distorsionados, absorbidos y anulados por el debate nacional, y promueve que los gobiernos locales tengan su propio momento para la exigencia de cuentas—lo que se ha traducido, además, en el descubrimiento de aparentes redes de corrupción de las que antes no habríamos tenido noticia—. Una República es más fuerte cuanta más voz tienen sus ciudadanos; y esa voz debe ser oída con más frecuencia y vigor, no con menos.

Comprendo la aparente preocupación de mi colega acerca de la “feudalización” de la agrupación política en la que él milita, y puedo excusarlo por el afán de encontrarle alguna solución al “secuestro” del partido por parte de la “logia de alcaldes vitalicios” que lo están estrangulando. Pero en ese caso, su propuesta debería dirigirse a acabar con lo único que les permite acaparar poder: la reelección continua. En esta tarea la reforma recientemente aprobada no sólo se quedó corta, sino que dejó entrever cuán dispuesta está esta “logia” a aferrarse a sus privilegios.

Retroceder en autonomía municipal y devolvernos al siglo XX no va en los mejores intereses de la República, de la limitación del poder, ni de la ciudadanía en general, aunque pudiera favorecer los intereses electorales del Partido Liberación Nacional.

Robert F. Beers