Aug. 28, 2020

Narcisismo Ideológico

 

Entre los incontables personajes de la mitología grecorromana, hay uno de peculiar actualidad: Narciso, un jovenzuelo tan infatuado y vanidoso que acabó perdidamente enamorado de sí mismo, lo que iba a llevarlo a un trágico final. Por supuesto, de esta leyenda proviene el término “narcisismo”, con el que se describe a una persona patológicamente engreída y arrogante.

El perfil del narcisista es fácil de detectar. Se considera a sí mismo incuestionablemente superior (aún si no tiene ningún logro personal o colectivo que lo respalde), y espera que los demás le rindan pleitesía y se acomoden a sus caprichos y deseos. Cree ser tan especial, que su país y el mundo deben agradecerle por existir, y ajustar hasta sus leyes para cumplirle sus desorbitadas expectativas, invariablemente centradas en sí mismo. Su frágil ego no soporta que alguien lo contradiga; por el contrario, necesita desesperadamente humillar y despreciar a otros para reforzar esa supuesta “superioridad” que cree tener. En su propia opinión, jamás se equivoca, es un genio incomprendido, y quien se atreva a negarlo o cuestionarlo es un ser inferior automáticamente desechable: un paria de la humanidad que encarna todos los males, taras, vicios y enfermedades mentales posibles, (incluidas las “fobias” que el propio narcisista inventa para atribuírselas).

Además—y esto es clave—una persona narcisista tiene una necesidad desaforada de controlar la vida de los demás. Todos a su alrededor existen únicamente para admirarlo, aplaudirle y someterse a sus caprichos, y quien no lo haga debe ser aplastado y humillado. Sus sentimientos son lo único importante, por encima de la lógica, la ciencia o la ley (y obviamente de los sentimientos, valores o principios ajenos), y todo debe ser ajustado en función de ellos. Y por supuesto, cualquier atrocidad la puede justificar con el simple hecho de que a él lo hace sentir más cómodo o excepcional.

¿Será posible que del narcisismo se pueda derivar una agenda política? A simple vista parece una noción absurda… pero observemos con cuidado. Sin duda hay narcisistas de todas las ideologías, y también los hay que carecen de ella. Pero eso no excluye la alarmante realidad de que el narcisismo, por sí solo, se pueda empaquetar y vender como una novedosa “ideología”.

¿Narcisismo ideológico? No sólo existe, sino que ha ganado poder aceleradamente en los últimos años. Y sus postulados, endebles e incoherentes como los egos que los impulsan, no se sostienen porque tengan una base sólida o científica, sino simplemente porque sus adeptos no aceptan el simple hecho de debatirlos, planteando en cambio que se acepten como “verdades indiscutibles” por el simple hecho de que ellos las profesan (y ellos son “la raza superior”, no lo olvidemos)…

Así, es habitual que los escuchemos sustituir el lenguaje claro por su jerga propagandística, compuesta de eslóganes, lemas y símbolos. Se niegan a discutir un punto porque para ellos, en su autopercibida superioridad, es “obvio” que tienen razón. Estar de acuerdo con ellos es, por supuesto, “el lado correcto de la historia” (esa frasecita es en sí misma un síntoma evidente de narcisismo ideológico).

Los narcisistas ideológicos se deleitan en las falacias. No se preocupan mucho de la lógica o sensatez de sus argumentos, sino únicamente (narcisistas al fin) de parecer ingeniosos, irreverentes y “cool” ante el público. No es raro que apelen a la falacia de autoridad (“nosotros somos los expertos, usted no”), a la generalización apresurada (“el que me contradiga es fascista, misógino, racista, fanático religioso, violador en potencia, etc.”), o a la barata falacia ad hominem (el ataque personal). Sus “debates” se reducen al uso profuso de eufemismos y adornos que los hagan parecer “intelectuales”, pero a la menor objeción, se concentran en humillar, descalificar y denigrar a otros, en vez de explicar o desarrollar su pensamiento (un esfuerzo mental fuera de su corto alcance). Claro está, son alérgicos a la coherencia, a la verdad y a la justicia, porque aceptarlas implica que ellos podrían estar equivocados. Sus juicios de valor son rápidos, implacables y sin fundamento lógico, especialmente si les permiten afianzar el relato de su “superioridad” moral, aunque sea pisoteando a personas inocentes.

Lo más peligroso del narcisismo ideológico, sin embargo, no es su discurso incoherente y zigzagueante, sino su obsesión con el control. Los narcisistas políticos son totalitarios y elitistas por naturaleza: su ideal, por supuesto, es que sus gustos e inclinaciones se vuelvan ley para el resto, que sus traumas y obsesiones se conviertan en políticas públicas, y que se prohíba todo lo que les incomode o desagrade. Necesitan el aplauso y la admiración incondicionales, la exaltación de su imagen y el reconocimiento de su superioridad, y curiosamente, creen que una sociedad es más “avanzada” y “progresista” en la medida en que les satisfaga ese deseo, aunque deban extraerlo a la fuerza, mediante el espionaje, la manipulación mediática o el abuso policial. Los oiremos hablando mucho de “justicia social”, pero sólo porque creen que el Estado y la sociedad son “injustos” con ellos al no reconocerles como inmediato “derecho” todo que se les ocurre pedir (la autovictimización es parte indispensable del discurso narcisista). De allí que puedan pasar sin ningún escrúpulo, del discurso marxista cultural modelado en Gramsci, Foucault y la escuela de Frankfurt, a la alianza descarada con las élites económicas más rancias y oportunistas (otro cúmulo de narcisistas mercantiles que esperan que el Estado les facilite la prosperidad de sus negocios sin tener que “matarse” compitiendo en un libre mercado).

Con semejante cartel, es evidente que el narcisismo—totalitarismo al fin, aunque su lenguaje sea “políticamente correcto”—es enemigo natural de la República como sistema político. Un narcisista ideológico jamás estaría de acuerdo en poner límites al poder del Estado, pues eso iría en contra de su obsesión por el control (aunque según él los “fascistas” seríamos los otros). Por el contrario, un Estado omnipotente es de desear para él, siempre que lo reconozca como un ser superior y esté presto a satisfacer sus mínimos caprichos. Principios como la libertad individual y la igualdad ante la ley son anatema para los narcisistas, que se consideran intrínsecamente “superiores” y capaces de decidir por los demás. Tampoco debe sorprender que los “narzis” (así, con Z) tengan un odio tan visceral por las virtudes cívicas y los símbolos patrióticos, pues los hacen recordar que existe algo más importante que sus egos. Y ni qué decir de la religión y la fe, que aborrecen por no reconocer otro dios fuera de sí mismos.

El potencial destructivo del narcisismo ideológico no puede subestimarse. En nuestros días, los “narzis” en el poder representan la más crítica amenaza para los pilares de la República: el Gobierno limitado, la igualdad ante la ley, y la libertad ciudadana. Así, más que una pugna entre izquierdas y derechas, entre estatistas y liberales, entre socialistas y conservadores, o entre cinco o siete opciones electorales, lo que tenemos planteado es un dilema de patriotas o narcisistas. El camino del sano desarrollo no podrá retomarse sin expulsar definitivamente del poder a estos últimos.

Robert F. Beers

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