Aug. 19, 2020

Gobierno Legítimo

Donde quiera que haya un costarricense, esté donde esté, ha oído o pronunciado la palabra “democracia” para describir el sistema político en que vive. Sólo hay un problema: esta descripción es incorrecta, o mejor dicho, insuficiente. Nuestro sistema político NO ES la “democracia” (aunque esta es uno de sus componentes esenciales), sino la “República”, tal como lo establece nuestra Constitución desde el artículo 1. Esta distinción puede parecer inofensiva o hasta irrelevante a simple vista, pero tiene consecuencias enormes, porque determina cuándo puede hablarse de un Gobierno legítimo.

Bien podemos describir la democracia como “el gobierno de la mayoría”. Para cuantificar esa mayoría—a fin de eliminar percepciones subjetivas—se utiliza el mecanismo del voto. Una mayoría (real o aparente) sería suficiente para dar por legítima cualquier decisión, sin ningún otro tipo de consideraciones. Desde este punto de vista, un linchamiento sería una decisión detestablemente “democrática”. Y por supuesto, cualquier Gobierno sería legítimo con el simple hecho de decir que en un momento dado “ganó las elecciones”, o cumplió la formalidad de aparentar ganarlas, sin importar lo que haga una vez asumido el poder. Así analizados, gobiernos como el de Hitler o el de Hugo Chávez tuvieron una indiscutible “legitimidad democrática”.

En este punto se echa de ver cuán incompleto es el término “democracia” para describir la forma en que está organizado el Estado costarricense. De allí que sea indispensable ampliar el marco hablando de una “República”.

Una auténtica República se construye sobre la idea misma de libertad, y necesariamente debe tener una base democrática. Mediante el voto, la ciudadanía expresa su consentimiento en ser gobernada, es decir, delegar las tareas de interés general a un grupo de personas dedicadas por entero a ellas. Pero este consentimiento no es ilimitado, ni se entrega gratuita e irreversiblemente. Por el contrario, se otorga únicamente por un tiempo previamente definido, y bajo ciertos límites y condiciones que el gobernante y su grupo se obligan a respetar. Estos límites y condiciones se encuentran establecidas por escrito en un documento, la Constitución.

En la Constitución se establecen los límites del poder político, su distribución, la forma en que este puede transmitirse, la periodicidad con la que debe renovarse el consentimiento de los gobernados a través del sufragio efectivo, y los derechos y libertades garantizados a la ciudadanía, siempre bajo los tres principios republicanos básicos: 1) igualdad, 2) imperio de la ley y 3) ejercicio limitado del poder. En ausencia de alguno o varios de estos elementos, no puede hablarse de una verdadera Constitución, y por ende, de una auténtica República. Naturalmente, en una República sólo es legítimo el Gobierno que respeta y observa escrupulosamente los límites establecidos en la Constitución en su conjunto. El “ganar las elecciones” es una condición necesaria pero no suficiente de legitimidad: pues debe ganarlas con arreglo a lo que la misma Constitución indica (ej. con pureza del sufragio y no mediante fraude), y ejercer el poder resultante con total sujeción a los límites y condiciones que ella establece. Por consiguiente, un régimen que ataca las libertades garantizadas, que ejerce el poder en beneficio exclusivo de un grupo determinado, o violenta de alguna forma los principios mencionados, rompe el orden constitucional y deviene en ilegítimo, aunque haya ganado las elecciones que sea. Hasta se vuelve cínico que dicho régimen, después de romper el orden constitucional, pretenda alegar la legitimidad electoral para aferrarse al poder: algo parecido a que un inquilino decida no pagar el alquiler y luego alegue que el propietario no puede echarlo porque “debe respetar el contrato”.

Hace varios meses, luego de un repaso análogo sobre los principios de la República (y su diferencia con la simple democracia), invitábamos a reflexionar. Las interrogantes de entonces, lejos de perder vigencia, vienen ganándola a medida que transcurre el tiempo y se profundizan los efectos de ciertas decisiones políticas. ¿Ha sido el régimen actual de Zapote digno de una verdadera República? ¿Ha respetado los límites señalados para su poder en la Constitución? ¿Son sus intenciones limpias, nobles, patrióticas y dignas de confianza? ¿Hay alguna de sus motivaciones o excusas que sirva para justificar la lesión a dichos límites? ¿Ha obrado estrictamente dentro de los límites constitucionales y en procura de satisfacer el interés general? Bajo tales criterios y evaluándolo con frialdad, ¿es posible considerarlo un Gobierno legítimo?

De nuestra respuesta a estas preguntas depende la supervivencia y restablecimiento de la República y, con ella, de nuestras libertades.

Robert F. Beers

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