Jun. 6, 2019

Normandía: el principio del fin

No era inusual, durante las frías noches de la primavera de 1944, escuchar entre las nubes de la Francia ocupada por los nazis el zumbido de las formaciones aéreas aliadas adentrándose en Europa. Por eso quizás pasase inadvertido al inicio el ruido de cientos aviones durante la húmeda y tormentosa madrugada del 6 de junio. Lo que muy pocos—fuera de los altos mandos militares—sabían, era que de esos aviones se lanzaban, por toda la región de Normandía, tres divisiones (más de 24 mil paracaidistas) destinadas a ocupar sorpresivamente puentes y vías terrestres.

Y estos 24 mil hombres eran apenas la vanguardia. Detrás de ellos, por mar, se aproximaba a las incómodas costas normandas la mayor fuerza de invasión marítima jamás reunida hasta entonces. Cinco acorazados, 22 cruceros y más de 100 destructores y buques de escolta descargaron desde el amanecer su furia contra las defensas costeras plantadas por las tropas alemanas; y minutos más tarde, 5 mil lanchas de desembarco lanzaron a siete divisiones estadounidenses, canadienses y británicas, junto con batallones franceses, polacos, australianos, noruegos, belgas y griegos, a las arduas playas donde debieron enfrentarse sin tregua al brutal fuego de los defensores.

La carnicería se extendió por varias horas; pero ambos bandos sabían que la batalla que libraban aquella mañana definiría el resultado de la guerra. El grueso de las huestes de Hitler se desangraba en plena retirada ante el Ejército ruso, y en otros sectores; pero hasta entonces no se había enfrentado en 4 años a ninguna amenaza seria desde el Oeste, y por consiguiente no había tenido que dividir sus debilitadas fuerzas (lo que había sucedido en la Primera Guerra Mundial con desastrosas consecuencias). Si las tropas aliadas lograban sostenerse en Normandía durante esas críticas horas, probablemente el reinado de terror ideológico hitleriano acabaría más pronto. Lo sabía muy bien el general Eisenhower, que dirigía la operación por el bando aliado. Y lo sabía aún mejor el mariscal Rommel, el comandante alemán, que suplicaba al Alto Mando que le permitiera utilizar los temibles Panzers de inmediato contra los invasores, antes de que fuese demasiado tarde.

Pero Hitler volvió a equivocarse. Para las 4 de la tarde—cuando por fin los Panzers alemanes realizaron su primer contraataque—el éxito de la invasión aliada ya era casi irreversible. Sobre las playas quedaban casi 5 mil muertos—la mitad de ellos en “Omaha la sangrienta”, el principal sector asignado a los estadounidenses, donde el asalto encontró la mayor resistencia—, pero el poderoso ejército de 160.000 soldados desembarcados durante aquellas terribles horas, y los millares de refuerzos que se les sumaron en las semanas venideras, iba a iniciar un avance incontenible que, a través de Francia y Bélgica, terminaría en el corazón de Alemania con la destrucción final del régimen nazi.

Aquel amanecer terrible, del que hoy se cumplen 75 años, fue el principio del fin. Dos meses más tarde, entre el júbilo de los franceses, las tropas aliadas liberaban París. En diciembre del mismo año, rechazaron el último contraataque alemán en las boscosas colinas de Bélgica. Y once meses después del desembarco, Hitler estaba muerto y la bandera de la Unión Soviética ondeaba sobre el cielo de Berlín para decretar el fin de los combates en Europa y abrir un nuevo y sombrío capítulo del siglo pasado: la Guerra Fría.

Robert F. Beers

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