Jan. 18, 2019

Fundamentalismo y Fundamentos

Cuando el Shah de Irán abordó el avión que lo llevaría “de vacaciones” el 16 de enero de 1979—hace exactamente 40 años—, casi nadie fuera de aquella nación sospechaba que aquella resultase ser la culminación de uno de los procesos revolucionarios más impresionantes de la historia.

Comparada con la Revolución Francesa de 1789 o la Rusa de 1917, la de Irán fue mucho menos sangrienta y gozó de un asombroso apoyo popular en todas las regiones del país. Pero al igual que aquellas, representó una ruptura total con el orden establecido—una monarquía autoritaria—y su reemplazo con una organización política enteramente nueva y desconocida hasta entonces. El régimen resultante—una inédita forma de totalitarismo bajo el discurso islámico—vino a ser un acertijo para la geopolítica “bipolar” de la Guerra Fría, e introdujo en el vocabulario mundial una de las palabras que hoy se manosean con más ligereza: “fundamentalismo”.

La figura señera de la revolución iraní fue, sin discusión alguna, el ayatola Ruyollah Khomeini: un clérigo musulmán de altísimo rango académico, a quien se asociaba con el estudio, el misticismo y la filosofía, pero que acabó ser uno de los dirigentes políticos más sagaces y astutos que se recuerde… precisamente por nunca identificarse como tal. Recordemos que, en muchos aspectos, el clero islámico funciona igual que el mundo académico secular de Occidente: el estudio profuso e incesante, la producción continua de ensayos y comentarios, y el reconocimiento y respeto de los colegas son determinantes para la credibilidad de un investigador o dirigente. Khomeini pudo así labrarse, durante años, una impecable reputación en lo que podría llamarse la “élite académica” de la Persia musulmana.

El ayatola Khomeini era ante todo un conocedor de las pasiones, inclinaciones y creencias de sus compatriotas. Desde el exilio, a través de los más avanzados medios tecnológicos de su época, y de una laboriosa red de seguidores que multiplicaban sin tregua su mensaje, supo venderle a la ciudadanía de su patria una imagen de redentor moral, éticamente intachable, rigurosamente austero y sin ningún interés por los goces del poder, movido únicamente por el afán de “liberar” a su pueblo de la “corrupción” propagada desde Occidente con el dispendioso Shah como dócil instrumento.

La realidad, sin embargo, era muy diferente: la obtención y el ejercicio directo del poder político eran esenciales para su agenda. Erudito y académico al fin, había ideado y desarrollado todo un sistema de gobierno autóctono, bajo la influencia de Platón y con algún ingrediente del marxismo, aunque matizado de principio a fin por el legado cultural y religioso del Islam (al que le era indispensable adaptarse, tal como en nuestro país se habla de “tropicalizar” políticas públicas de otras latitudes). Tanto en su discurso como en su acción política, Khomeini cuidó siempre de destacar principalmente el ingrediente musulmán, tocando una y otra vez aquellas fibras emocionales capaces de despertar las pasiones de sus compatriotas, y evocando a conveniencia las tradiciones y prácticas más arraigadas en ellos. De allí que, aunque se tratase de un movimiento eminentemente político en sus orígenes, objetivos y consecuencias, se le asociase de forma irremediable con el Islam—al punto de que el adjetivo de “fundamentalista”, con el que vino a designársele, mantiene hasta nuestros días una connotación religiosa.

En términos generales, puede definirse el “fundamentalismo” como una actitud contraria a cualquier cambio o desviación en las doctrinas y las prácticas que se consideran esenciales e inamovibles en un sistema ideológico. Esto es muy revelador, pues permite deducir que no todo fundamentalismo es religioso, ni todo lo religioso es fundamentalista.

En realidad es bastante razonable que las personas agrupadas alrededor de un pensamiento político o de una creencia, tengan interés en preservar la esencia doctrinal de ese pensamiento o creencia e impedir que se desvirtúe por completo. Sin embargo, existe una diferencia en cuanto a la rigidez y la vehemencia con la que estas estructuras ideológicas son aplicadas o defendidas, incluso a la fuerza. Así, puede afirmarse por ejemplo que la antigua Unión Soviética se regía por el fundamentalismo marxista-leninista. Otro régimen, el de Robespierre surgido de la Revolución Francesa, bien podría ser descrito como fundamentalismo secular (impuesto a punta de guillotina). De este se habría derivado el “fundamentalismo antiteísta”—hostil a cualquier forma de fe o credo—, tan en boga entre los autoproclamados “intelectuales” de nuestro país y otras regiones. Bajo similar razonamiento, sería muy factible catalogar a la organización Greenpeace o al capitán Paul Watson como “eco-fundamentalistas”.

Khomeini, claro está, se convirtió en la cara de esa etiqueta a nivel mundial. Ciertamente no fue porque le faltase pragmatismo: tuvo el apoyo del sector académico más secular y de los movimientos de izquierda de Irán—deseosos ambos de destronar al Shah y disipar la influencia occidental—, y medios de comunicación europeos como la BBC británica lo observaron con cierta simpatía inicial. ¡Incluso logró que la CIA no lo considerase una amenaza! Pero el sistema político que diseñó y articuló, y que implantó sin titubeos una vez en el poder, tenía un objetivo muy preciso: encauzar las decisiones y actos de las instituciones dentro de un estricto marco ideológico, del que dependiera su validez jurídica. O dicho de otra forma, la elevación de su pensamiento—el “islamismo político”, por darle un nombre—al rango de ideología de Estado.

¿Cómo lo logró? Si bien su sistema dejó un margen de participación democrática—mediante la elección de un Parlamento y un Presidente—, la esencia de su propuesta fue establecer que, por encima de ellas, existiese un Consejo de Juristas o de Guardianes, altamente versados en la teoría y aplicación de la sharia o Derecho Tradicional Islámico. Este Consejo o Corte, inspirado en el principio de la tutela judicial, debía tener potestad suficiente para vetar decisiones del Parlamento, el Presidente o el Poder Judicial ordinario, si a su criterio lesionaran algún principio del Derecho Islámico. En otras palabras, las interpretaciones que haga este órgano están por encima de lo que diga la ley ordinaria o incluso la Constitución. Es muy fácil deducir en manos de quienes está el verdadero poder político en Irán desde la revolución de Khomeini. Y también es sencillo llegar a la conclusión de que, haciendo a un lado el ingrediente religioso (musulmán en el caso concreto), este tipo de sistema es sorprendentemente adaptable para revestir de legalidad cualquier forma de “fundamentalismo” que pretenda imponer su ideología particular y reducir el papel de los órganos electos al de mera decoración.

La importancia de este último punto no puede dejarse de lado. Al analizar el caso iraní, se hace tanto énfasis en el aspecto religioso, que se presta poca atención al mayor aporte del ayatola Khomeini a las ciencias políticas: la elevación del fundamentalismo al rango de sistema de gobierno. La obra maestra de Khomeini fue diseñar un orden institucional sin frenos ni contrapesos, capaz de suplantar a las instituciones republicanas, y dotado de la fuerza jurídica suficiente para imponer la visión ideológica específica de un grupo. En este sentido, es irrelevante si esa visión ideológica es o no religiosa. Nadie discute que lo es en Irán; pero el punto es que el diseño de Khomeini funcionaría igual si la ideología del Estado no fuera el islamismo. Bien podríamos hacer el ejercicio mental de cambiarla por cualquier otro tipo de ortodoxia política: el marxismo, la supremacía racial, el ecologismo radical, la ideología de los Derechos Humanos…

Esto nos lleva a una necesaria conclusión: cuando un órgano integrado por “especialistas” tiene la facultad de “interpretar” a su antojo textos o normas para considerarlas superiores a la Constitución y ordenar la aplicación inmediata de esa “interpretación”, la ideología imperante en este órgano—sin importar cuál sea—adquiere el carácter de ideología de Estado, y puede por consiguiente catalogarse como un sistema de gobierno fundamentalista, según el modelo creado por Khomeini.

Naturalmente, un sistema político de este tipo está en diametral oposición con los principios de la República. No hay separación ni limitación de poderes, el imperio de la ley es reemplazado con el imperio de la ideología oficial, y se privilegia a la élite de los “expertos” en detrimento de la ciudadanía. Y por supuesto, el interés general es suplantado por el interés de esa élite. Puede que conserve, para efectos cosméticos, un resabio de base democrática; pero en su esencia es un régimen totalitario y—por consiguiente—debe ser combatido a toda fuerza por quienes vemos en la República la salvaguardia de nuestra libertad.

Tener claridad en este concepto es indispensable, para no dejarnos aturdir por personajes vocingleros que—por desconocimiento, interés político o la suma de ambas—aplican a diestra y siniestra la etiqueta de “fundamentalismo” a cosas tan poco religiosas como pedir cuentas de un préstamo público o defender el principio de reserva de ley. Así, en caso de que aparezca algún pajarito, delfín o cualquier otra especie de animal palabrero, hablando de “fundamentalismo” para anunciar holocaustos o apocalipsis futuros si llega a gobernar otra gente que no sean sus favoritos, no será difícil reconocer en ellos a los verdaderos discípulos de Khomeini, que nos exigen sumisión total a las ocurrentes “interpretaciones” de los “grandes especialistas” aunque vayan en contra de la representación democrática, el interés general, y los valores y principios que forman el corazón de la República. Recordemos que el fundamentalismo es una actitud ideológica y así podremos identificar en nuestro medio quiénes son sus adeptos. Los resultados de hacerlo nos pueden sorprender.

 

Robert F. Beers

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