Jul. 28, 2018

El cerro que ardió

Eran muy fértiles y productivas las parcelas que circundaban el puñado de alegres aldeas enclavadas en los llanos norteños, salpicando de ganado y cultivos la cara interna de la Cordillera de Guanacaste. Para los madrugadores lugareños, el desayuno había dado paso ya al arranque de una nueva semana de labores.

Hacia las 7:30 de la mañana, empero, la tierra cimbró con súbita brutalidad, y en medio de un feroz estampido, el azul del cielo desapareció, devorado por una pesada y ennegrecida nube arrojada por el cónico cerro que hasta ese lunes parecía tan inofensivo... En las entrañas de esa nube venía el aliento del infierno, que se precipitó hacia los poblados de la cara noroeste y los calcinó junto con gran parte de sus habitantes. Así se consumaba la catástrofe del Arenal el 29 de julio de 1968, hace exactamente 50 años. La tragedia se extendió incluso a varios de los valerosos líderes comunales del cantón de San Carlos, que acudieron en auxilio de sus vecinos y acabaron pereciendo a su lado. Mientras las cenizas empujadas por el viento ahogaban a toda la provincia de Guanacaste, las nubes ardientes y oleadas piroclásticas cobraron en los cantones de Tilarán y San Carlos aproximadamente 90 víctimas: el segundo peor desastre natural en Costa Rica, superado únicamente por el terremoto de Cartago en 1910.

Al cabo de medio siglo, la zona de desastre luce muy distinta. Poblados como Pueblo Nuevo y Arenal simplemente desaparecieron, consumidos por el ardor volcánico y luego desalojados por el proyecto hidroeléctrico desarrollado por el ICE. La aldea de Tabacón fue sustituida por alojamientos turísticos. La Fortuna, el poblado más próximo al volcán Arenal, y que milagrosamente resultó indemne, se ha convertido en un magneto para los viajeros del exterior, que durante las décadas en que el otrora "cerro" se mantuvo activo, se abrían paso para ver sus espectaculares erupciones nocturnas. Pero aún viven muchos testigos del desastre, que conservan dentro de sus pechos el quemante dolor de perder amigos, conocidos o incluso familiares, a causa del ígneo furor volcánico.

Recordar estos acontecimientos no es un simple pasatiempo periodístico o un homenaje tardío a las víctimas. Es una advertencia acerca de la tierra en que vivimos: un suelo vivo, vibrante y poderoso, tan lleno de maravillas como de amenazas. Es parte de lo que nos da nuestra identidad costarricense.

Lamentablemente, pareciera que esas advertencias caen cada vez más en corazones estériles y oídos sordos. Año tras año, nuestro país enfrenta inundaciones, tormentas tropicales, deslizamientos, y regularmente sobrevienen sismos y erupciones volcánicas. Las pérdidas en infraestructura son cuantiosas en cada ocasión, y a ellas hay que agregar las vidas humanas en juego. Pero los sucesivos gobiernos de los últimos años siguen demostrando que sus prioridades están en satisfacer los caprichos de algunas élites ociosas, más que en garantizarle a la población en general la seguridad de sus puentes, carreteras, edificaciones, servicios públicos e incluso el acceso a la alimentación.

En un artículo publicado hace unos 9 años, manifesté que la prevención de desastres "también es un aspecto de planificación económica". Ya entonces indiqué que, en un país "tan proclive a los sismos e inundaciones, no tomarlos en cuenta al elaborar las políticas económicas es una temeridad". Si esta observación era veraz hace casi una década, ¿cuánto más ahora, en un contexto de déficit fiscal que haría imposible recuperarse rápidamente de un desastre, y con un Gobierno al que poco parece importarle el crecimiento económico o la contención del gasto público, en su confeso empeño por obtener nuevos impuestos? La erupción del Arenal en 1968, como el terremoto de Cinchona en 2009 y el huracán Otto en 2016, demostró cuánto daño pueden sufrir la capacidad productiva y la competitividad del país como un todo, aún en zonas relativamente alejadas. ¿Y si tuviésemos un gran sismo en la zona central, o si alguno de los "cerros" de Desamparados, Alajuelita o Escazú resultara ser un volcán durmiente?

Si una lección debemos extraer de estas y otras tragedias, es que la negligencia es un lujo que nuestra República no puede darse. Y no se trata de "aparentar que algo se está haciendo", como parecen entenderlo nuestras últimas administraciones, sino de ser efectivos en la ejecución. En una emergencia no caben torpezas ni improvisaciones: es esencial una verdadera política pública de prevención, como sí existe en naciones como Japón, Chile y México, por ejemplo. Nadie desea un evento de esta clase, pero sus efectos pueden mitigarse con una preparación adecuada. ¿Lo entenderemos al fin, o tendremos que esperar al próximo terremoto, huracán o erupción para volver a decir lo mismo?

Robert F. Beers

Síganos en Facebook: Factores+