Oct. 31, 2016

El Dr. Frankenstein y la Asamblea Constituyente (I Parte)

Durante una gélida y lluviosa temporada campestre en la Inglaterra de 1816 (el “año sin verano” donde todo el globo fue enfriado por las cenizas del volcán indonesio Tambora), un círculo de jóvenes escritores bohemios y románticos, entre ellos el célebre poeta Lord Byron, resolvió competir por ver quién de ellos ideaba la mejor historia de terror. El honor terminó en manos de una muchacha del grupo que aún no cumplía 19 años: Mary Shelley. Su narración, publicada dos años más tarde, ha servido desde entonces como leyenda pavorosa y a la vez como ominosa advertencia sobre los peligros de jugar con lo incontrolable: “Frankenstein, o el nuevo Prometeo”.

Por la fama del libro, o por sus numerosas versiones cinematográficas, casi todo el mundo está familiarizado con su premisa básica: un impetuoso y autosuficiente médico, lleno de expectativas optimistas, decide darle vida a un cuerpo ensamblado por él… pero una vez que lo hace, acaba por lamentarlo. Pues el monstruo resulta ser tan poderoso que ni siquiera su creador es capaz de refrenarlo.

El ejemplo me vino a la memoria, porque era precisamente el que se nos daba en los cursos de Derecho Constitucional para explicar las potestades de una Asamblea Constituyente.

Es decir: sin importar cuán nobles o hermosas aspiraciones orienten a quienes impulsen su convocatoria… les puede terminar pasando lo del Dr. Frankenstein: no sólo les puede salir algo bien feo, sino que ese algo, una vez que tiene vida propia, alcanza tanto poder que no hay forma de controlarlo.

Veamos este punto con más detenimiento.

Hemos comentado antes que Costa Rica es (hasta ahora) una República. Como tal, su característica más esencial es que el poder político tiene límites, y los derechos básicos de la ciudadanía están fuera de esos límites. ¿Dónde se definen tales límites y derechos? En la CONSTITUCIÓN. De ella se derivan todos los demás poderes políticos.

La razón de ser de la Constitución, claro está, es la de brindar protección a la ciudadanía frente a los posibles abusos del poder público, aún aquellos que tengan un apoyo “mayoritario” y puedan entonces ser presentados como “decisiones democráticas” (recuérdese que la democracia es simplemente el “gobierno de la mayoría”, y que el respeto a los derechos de las minorías es un principio republicano, no democrático).

Por esta razón, un poder derivado como el Poder Legislativo no puede aprobar normas que vayan en contra de la Constitución. Ahí no hay mayoría que valga. Simplemente está fuera de sus potestades.

Y para garantizar que se respete este límite, existe el llamado “control de constitucionalidad”, ejercido por instituciones como las Cortes Supremas o bien los Tribunales especializados (como lo es en Costa Rica la Sala Constitucional). Estas instituciones, obviamente, no son democráticas ni tienen porqué serlo; su naturaleza es ser republicanas.

Ahora bien, también este es un poder derivado de la Constitución. Como todos los demás en una República.

Excepto uno: el poder para crear la Constitución misma. A este último es al que se llama en la doctrina “Poder Constituyente Originario”.

Tiene este poder una característica que lo distingue de los demás poderes políticos: no es creado, sino creador. Su poder no se deriva de la Constitución ni de ninguna otra norma, sino directamente de la soberanía popular. Es decir, es un poder soberano… y por consiguiente no tiene límites.

Sí, leímos bien. No tiene límites. Ninguno. Jurídicamente equivale al Dios Omnipotente.

En consecuencia, si se convoca una Asamblea Constituyente, se está transfiriendo temporalmente la plenitud de la soberanía nacional a un órgano político. Un órgano con ínfulas de Dios. Con esto debería ser suficiente para ponernos a pensar en lo ridículo de creer que los simples mortales vayamos a ser capaces de imponerle algún tipo de límite.

Por supuesto, los impulsores de esta genialidad van a decirnos que semejante peligro no existe. Con optimismo digno del Dr. Frankenstein, nos asegurarán que sus intenciones son buenas y sanas. Nos dirán también que la discusión se va a limitar exclusivamente a un proyecto específico (naturalmente, el elaborado a puerta cerrada por un grupo de cuya integración sabemos poco). Es posible, incluso, que exijan la firma de un compromiso público de los aspirantes a la eventual Asamblea Constituyente, en el sentido de que no vayan a alterarse las libertades individuales, las garantías sociales o electorales. Muy loable, sin duda… pero inefectivo. Porque una vez instalada dicha Asamblea, esas promesas tendrán cuando mucho el mismo valor que las que hace Otto Guevara de no ser candidato nunca más.

Y esto, sin duda, no lo ignoran los que andan promoviendo esta convocatoria: no existe ninguna forma legítima de restringir al “Poder Constituyente Originario”. Decir que sí la hay es una llana mentira; y ocultarnos esta realidad, una manipulación. De modo que, en caso de que el famoso referéndum llegue a efectuarse y además gane el SÍ, lo que estaremos otorgando es un poder absoluto e irrevocable. Y además, confiados únicamente en la impoluta bondad de aquellos que nos piden ese poder absoluto, y nos juran que no van a aprovecharse de él. Hay muchos ejemplos similares a través de la historia, y ninguno terminó bien. “El poder corrompe”, decía Lord Acton, “y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

La pregunta es una sola: ¿para qué nos piden tanto poder?

Hay suficientes razones para dudar. En la Segunda Parte examinaremos unas cuantas, y veremos otras más, así como las conclusiones, en la Tercera Parte.

Robert F. Beers

 

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