Aug. 31, 2016

La peste bubónica, el Titanic y un incendio en Limón centro

Probablemente se preguntarán mis lectores qué tienen que ver estos tres elementos tan disímiles. Nada, seguramente… si uno se queda en lo superficial. Pero si nos aventurásemos a hurgar un poco en la historia universal, descubriríamos los insospechados nexos que a menudo se entretejen en el destino de las naciones.

Irónicamente, esa exploración comenzó para nosotros por el final: la noticia de un incendio en el propio centro de Limón. Un enorme caserón de madera pintado de color turquesa ardió violentamente, sin que los bomberos pudiesen impedir que el 70% del local quedase destruido.

Para algunos (sin duda desde el “romboide” central del país), encaramados en el pedestal de estupidez intencional que suele exhibirse en las redes sociales, el incendio de marras no significaba nada. Otro galerón viejo de que el fuego daba cuenta. Para un sector vital de la comunidad limonense, empero, la conflagración representaba una catástrofe, una verdadera estocada en el corazón de su identidad cívica y cultural, comparable a la pérdida de la Casona de Santa Rosa o a la destrucción del Teatro Raventós.

¿Por qué era tan importante esta edificación? Para mí, la única manera de saberlo con certeza era lograr que me lo explicase un limonense. Dichosamente podía acudir a la persona indicada: el Dr. Sherman Thomas, amigo personal desde hace casi 20 años, quien además de sus vastos conocimientos sobre historia y su extraordinaria capacidad, tiene la inigualable ventaja de conocer en carne propia la peculiar riqueza cultural de nuestro Caribe.

Y aquí me llevé la primera sorpresa: escucharlo decir que el principio de la historia se remontaba siete siglos atrás. Al año 1348.

En ese año alcanzaba su cenit la terrible epidemia de la peste bubónica que, extendida desde el Lejano Oriente, aniquilaba a más de la mitad de la población de Europa. La hecatombe humanitaria no sólo iba a dejar profundas cicatrices culturales y políticas, sino que tendría repercusiones no menos monstruosas en el plano socioeconómico.

Por entonces el sistema productivo imperante en el Viejo Continente era el feudalismo, un modelo en el cual los reyes “pagaban” a sus ministros y caballeros a su servicio nombrándolos duques, condes o barones de tal o cual territorio. En aquel territorio, toda la población (los “siervos de la gleba”) pasaba a ser propiedad personal del señor feudal, quien les cobraba tributo, administraba justicia y ofrecía protección militar. Dado que los nobles y señores feudales eran muy escasos, y muy numerosos los siervos de la gleba, el sistema resultaba ser altamente efectivo.

Y en eso llegó la peste bubónica y exterminó a millones de seres humanos. Naturalmente, la aplastante mayoría de esos millones resultaban ser siervos de la gleba. Como resultado, ahora había mucho menos manos para trabajar las tierras de los señores feudales sobrevivientes. Caída la productividad, la consecuencia natural debía ser la escasez. ¡Una depresión económica de escala continental!

Ante tremenda crisis, solo había una salida posible: conseguir más gente para trabajar. Europa necesitaba urgentemente mano de obra. Pero, ¿de dónde iban a sacarla?

La respuesta iba a encontrarla el reino de Portugal—uno de los territorios menos afectados por la peste—. Al extremo sudoccidental de la península europea, era poca la influencia que podía tener… pero empujados por la misma desesperación de sus vecinos, los portugueses buscaron su escape natural: el mar. Y por mar, a inicios del siglo siguiente, llegaron sus exploradores a las costas de África, donde hallaron precisamente lo que buscaban: ¡naciones enteras repletas de gente apta para el trabajo!

Desde luego, los lusitanos vieron en la nueva situación la oportunidad de tomar ventaja económica: gracias a su sofisticado armamento, podían subyugar con relativa facilidad a estas naciones africanas y trasladar miles de personas a Europa, donde podrían venderlas como mano de obra para reemplazar a la generación perdida de “siervos de la gleba”. Y así nació el comercio masivo de esclavos negros.

En pocas décadas el Viejo Mundo se nutrió profusamente de esclavos; empero, un nuevo suceso alteró en definitiva cualquier posibilidad de equilibrio. La expedición española de Colón, en busca de una ruta comercial alterna a las controladas por sus rivales portugueses y sus enemigos turcos, se tropezó literalmente con un continente “desconocido”: América.

Al iniciarse la colonización, los esclavos negros vinieron también con sus amos… y no olvidemos que solía haber siempre más esclavos que señores. Y que durante los primeros 40 años de la Conquista, la totalidad de los recién llegados (blancos o negros) eran hombres, pues no existe evidencia de la venida de una sola mujer a bordo de esas temerarias carabelas. La conclusión es obvia: el mestizaje se produjo mucho más aceleradamente de lo que suelen enseñarnos en las clases de Estudios Sociales. Y ese mestizaje involucró también a los esclavos traídos de África (me señalaba el Dr. Thomas que en los asentamientos más antiguos de Costa Rica—Cartago y Esparza—, así como en la región de Nicoya, había numerosos afrodescendientes, desde mucho antes de la venida de la última oleada durante el siglo 19).

Durante esta etapa los británicos y los franceses desplazaron a los portugueses como los principales comerciantes de esclavos, de modo que Jamaica y Haití se volvieron “centros de acopio” desde los cuales eran enviados a las colonias alrededor del Caribe, desde el sur de los actuales Estados Unidos hasta las plantaciones de Brasil. Esto explica, naturalmente, el predominio de los negros en ambas regiones… así como el hecho de que desde Jamaica fuesen traídos al litoral caribeño costarricense para trabajar en el Ferrocarril al Atlántico y en las compañías bananeras, ya en la década de 1880.

Precisamente en esa década iba a nacer en Jamaica un hombre llamado Marcus M. Garvey, quien con el correr de los años iba a convertirse en alma e inspiración de un movimiento de “redención” para la comunidad negra de todo el Caribe. Garvey gestó en 1914 una organización llamada UNIA (Universal Negro Improvement Association) y, apropiándose del lenguaje del Movimiento Judío Sionista, comenzó a hablar de la “diáspora africana” y de la necesidad de unir a la comunidad en procura de retornar en libertad a las tierras de su origen.

Durante esta época, las industrias navieras desarrollaban un lucrativo negocio mediante los viajes transatlánticos, llevando millares de inmigrantes (primordialmente blancos) de Europa hacia los Estados Unidos. Descollaba entre ellas una empresa británica denominada White Star Line, que bajo la gerencia de J. Bruce Ismay se empeñaba en ofrecer a sus viajeros las condiciones más lujosas y los máximos adelantos tecnológicos del momento. Si el nombre nos resulta familiar, es por una razón muy concreta: la White Star Line era la dueña del malhadado Titanic, naufragado frente a las costas de Canadá en abril de 1912.

El éxito de la White Star Line, empero, tuvo una consecuencia inesperada en la imaginación de Marcus M. Garvey: la idea de crear su contraparte, una línea naviera dirigida a repatriar a los negros de América hacia África. ¿El nombre que le dio a su empresa? Black Star Line. La idea finalmente no dio el resultado esperado, pues los buques con los que llegó a contar Garvey le dieron más dolores de cabeza que éxitos concretos, y lo sumió en frecuentes controversias, especialmente en los Estados Unidos. Sin embargo, logró adquirir un poderío simbólico que aún en nuestros días es visible (por ejemplo, la bandera de Ghana tiene en su centro una estrella negra, a modo de homenaje a la gesta inconclusa de Garvey).

Este dirigente recorrió tanto el sur de los Estados Unidos como las naciones centroamericanas (iniciando por Costa Rica, donde vivía un tío suyo), promoviendo su pensamiento e intentando establecer empresas que creasen empleo específicamente para los negros. Además, percibiendo la necesidad de fortalecer la identificación y los vínculos socioculturales en el seno de las diversas comunidades afrodescendientes, hizo edificar numerosos “Liberty Halls” (Salones de la Libertad) que funcionaran a la vez como centros de reunión, escuelas, gimnasios y comercios. Uno de estos fue levantado en el centro de Limón… y se trataba precisamente del inmueble arruinado por el incendio. El que había sido conocido bajo el nombre de la empresa naviera de Garvey: “Black Star Line”.

En Limón, nos narraba el Dr. Thomas, este edificio se volvió el epicentro de la cultura afrodescendiente en CR, en especial para celebrar el Día del Negro (31 de agosto). Fue, como lo hemos expuesto ya, el sitio de reunión de la comunidad… y también el de entrenamiento de los boxeadores limonenses. Funcionó además como escuela, restaurante, punto de ventas, e incluso albergó un bufete; pero su principal función, en realidad, era la de constituir esa gran sombrilla de la identificación cultural, es decir, identidad y pertenencia, sin importar si el énfasis estuviese en la veta africana o en la autenticidad limonense. Una identidad que va más allá del mero baile y carnaval, que a menudo distorsionan el mensaje y la percepción que tenemos en el “romboide” sobre ella. Una cultura intensamente “de iglesia”, “del cacao”, “de compromiso”, de respeto y de estudio, con profusa influencia británica y poco contacto con el “romboide” central, al que sólo había acceso por ferrocarril hasta la década de 1970, y con el que únicamente se establecía contacto cuando un limonense decidía salir a estudiar.

Hoy esa cultura celebra su día con un enorme vacío en su corazón, dejado por la pérdida del “Black Star Line”. Sin embargo, de adversidades mayores se han sabido levantar, y sin duda lo harán una vez más.

Robert F. Beers