May. 23, 2016

Amador, McDonald, el volcán Turrialba y la importancia del carácter

Quizás el mayor desmentido para los “catastrofistas” que a diario pregonan el supuesto apocalipsis que atraviesa nuestro país, es el hecho de que las grandes “crisis” noticiosas de esta semana no versaron sobre corrupción, delincuencia, desempleo o turbulencia social. Los protagonistas fueron mucho más peculiares: un volcán malhumorado (el Turrialba) y dos deportistas profesionales, el futbolista Jonathan McDonald y el ciclista Andrey Amador.

De entrada diremos que las comparaciones siempre tienen un grado de injusticia. Ahora bien, a primera vista, estos dos atletas no son tan diferentes entre sí como podría especularse. Ninguno de los dos ha cumplido 30 años, y sin embargo llevan 10 o más de carrera en la disciplina deportiva de su elección. Los dos se han tomado muy en serio sus carreras, trabajando muy duro, puliendo su natural talento, entrenándose continuamente para estar en su mejor forma, y sometiéndose a rutinas físicas que difícilmente soportaríamos los “simples mortales”. Ambos han destacado por su potencia física, sobresaliendo en sus respectivos equipos, y han atraído en algún momento la atención de clubes deportivos europeos. Y desde luego, los medios de comunicación, como modernos juglares, se han encargado de narrarnos sus hazañas en el camino del alto rendimiento.

Y sin embargo, a pesar de que ambos han hecho lo que debiera conducirlos al éxito, sus resultados no podrían ser más diferentes. Mientras vimos este viernes a Andrey Amador en lo más alto de un podio, enfundado en la “maglia rossa” como líder del Giro de Italia (la más importante competencia del ciclismo mundial al lado del Tour de Francia), a Jonathan McDonald lo vimos atravesar posiblemente el momento más difícil de su trayectoria: recién separado de la Liga Deportiva Alajuelense después de una temporada tan gris como las cenizas del Turrialba, y vestido, no con la “maglia rossa”, sino con la infame etiqueta de “problemático” que suele acelerar la debacle de cualquier ser humano.

¿Cómo sucedió? ¿Cómo es posible que dos hombres talentosos, de feroz espíritu competitivo, entregados en cuerpo y alma a sus respectivas disciplinas con la meta de ser los mejores, y con la determinación para pagar el precio de esa grandeza, tengan hoy resultados tan divergentes?

La diferencia pareciera provenir de una sola palabra: carácter.

Carácter. ¡Qué palabra tan corta y tan mal comprendida! La gente suele decir que una persona iracunda y explosiva “tiene carácter fuerte”. ¡Qué noción tan equivocada! La realidad es exactamente la contraria: el carácter fuerte lo tiene el que sabe dominarse a sí mismo, sin importar las presiones de afuera. El débil es el que se deja arrastrar por sus emociones. El de “carácter fuerte” es el que no pierde el control de sus actos. No en vano asegura la Biblia que “más vale ser paciente que valiente; más vale dominarse a sí mismo que conquistar ciudades” (Proverbios 16:32, NVI). El carácter es en esencia el autocontrol, el “dominio propio” al que continuamente se refiriese el apóstol Pablo. Es decir, es una determinación que —en palabras del filósofo chino Confucio— debe cultivarse diariamente.

Una vez le escuché a alguien una frase que ilustra muy bien el punto: “Las personas son como los tubos de pasta dental: cuando los aprietan, sale lo que hay adentro”. Probablemente esa sea la diferencia definitiva entre un deportista como Andrey Amador y uno como Jonathan McDonald: el carácter que manifiestan el uno y el otro ante la presión.

Como cualquier otro deportista profesional, ambos deben haber enfrentado instantes de frustración, momentos en los cuales el máximo esfuerzo parece no ser suficiente; pero es muy claro —a juzgar por los hechos— que a McDonald le ha faltado la templanza ante la adversidad que ha conducido a Amador a los primeros planos del ciclismo mundial.

Claro está, el fútbol es un deporte de mucho más contacto que el ciclismo, y en este último se impone mucho más la estrategia metódica, el cálculo y la frialdad mental, frente al desborde de pasión y garra casi primitiva que caracteriza muchas veces al primero. Una misma realidad, sin embargo, abarca a ambas disciplinas (y en general a casi todo el quehacer humano): a la cima se puede llegar a puro talento, pero para mantenerse en ella hace falta el carácter. Sin él, la caída puede ser larga y dolorosa.

Ahora bien, ¿puede una persona levantarse después de una caída de esta magnitud? Absolutamente sí… pero solamente a través del carácter. Es el único ingrediente que puede conducir a una persona a desmarcarse de las mortíferas etiquetas negativas que el mundo se complace en encaramarle, y a desmentirlas con acciones.

¿Y cómo se forma el carácter? ¿Cómo puede cultivarse? La respuesta es difícil, porque implica observar lo que hace la sociedad en que vivimos… y hacer exactamente lo contrario. Porque hay que decirlo con toda crudeza: la sociedad moderna está empeñada en destruir el carácter y uniformar a sus miembros en una confortable mediocridad. Y ha encontrado los métodos más efectivos para hacerlo.

¿Cuáles son esos métodos? Para destruir el carácter de una persona, permítale hacer siempre lo que quiere. Nunca le ponga límites. Evítele a toda costa las consecuencias de sus acciones. Frivolice sus faltas. Justifíquele todo. Nunca le exija el menor esfuerzo. Enséñele a despreciar a la autoridad, y mejor aún si la hace objeto de chiste y burla. Hágale creer que el mundo le debe algo y que tiene derecho a exigir sin aportar. Y sobre todas las cosas, jamás mencione bajo ninguna circunstancia la palabra “responsabilidad”.

Si todo esto le suena muy familiar, es porque se trata de la correntada ideológica que desde hace algunas décadas se ha venido infiltrando en la psicología y en la pedagogía. Y por supuesto, los resultados están a la vista: estudiosos como Mathias Risse (2015) estiman que —en términos globales y a nivel socioeconómico y ambiental— formamos parte de la primera generación en la historia del mundo que heredará a la siguiente menos riqueza de la que recibió de sus ancestros.

Ahora bien, si nuestro objetivo es forjar nuestro carácter y el de nuestros hijos… simplemente hagamos todo lo opuesto. Por ese camino, no solo Jonathan McDonald, sino todos nosotros, los “simples mortales” que alguna vez hemos estado en situaciones como la suya, podremos parecernos un poco más a Andrey Amador… y un poco menos al volcán Turrialba.

Robert F. Beers