Apr. 23, 2016

Centenarios literarios

Mueren el Manco, el Bardo y el Inca”. De haber existido algo similar al Diario Extra en abril de 1616, este podría haber sido su titular sobre los hechos del día 23.

Es posible que el Semanario Universidad, al referirse al mismo tema, sazonase la hipotética noticia con frases como las siguientes: “Estos son los alias de tres sujetos de origen español, británico y peruano, respectivamente, a quienes se considera los cabecillas máximos de una poderosa banda internacional de tráfico de letras, cuyos tentáculos se extienden más allá del mundo de habla hispana e inglesa, según lo indica el análisis de más de 5.000 páginas de manuscritos a los que este medio ha tenido acceso”.

Al primero de ellos (el Manco) se le atribuye la autoría de un texto tildado de “subversivo”, que ha causado mucha risa entre sus destinatarios, y gran controversia en el gremio de los caballeros andantes, muchos de los cuales se han sentido ofendidos por considerar que esa publicación los discrimina y ridiculiza su actividad. El segundo (el Bardo) es acusado de incitar a adolescentes de familias enemigas a realizar pactos de amor suicida, y de presentar a los príncipes como desequilibrados mentales que, bajo la supuesta influencia de fantasmas, perpetran sangrientas “venganzas”. En cuanto al Inca, así conocido por su origen mestizo, se le ha señalado por actividades revolucionarias entre los círculos más selectos de la España imperialista, entre los cuales ha procurado difundir el interés en la cultura indígena del actual Perú”.

Quizás esta curiosa presentación sea, paradójicamente, el homenaje más apropiado a la obra de los célebres escritores. Después de todo, William Shakespeare (El Bardo) brilló con tanta luz propia en la comedia como en el drama; y Miguel de Cervantes (El Manco de Lepanto) alcanzó el pináculo de su obra literaria con una novela de corte paródico: Don Quijote de la Mancha. Y hoy (23 de abril) se conmemoran los 400 años del fallecimiento de ambos, lo mismo que de Garcilaso de la Vega (El Inca), tal vez el primer gran exponente de la literatura del Nuevo Mundo. No en vano es el día elegido a nivel global para celebrar la creación literaria.

Otras lenguas debieron esperar muchos siglos para el advenimiento de sus principales baluartes literarios (el alemán con Goethe y Schiller, el francés con Víctor Hugo y Proust, el ruso con Tolstoi y Dostoievski); pero el impacto gemelo de las obras de Shakespeare y Cervantes desde los siglos 16 y 17 es difícil de superar, precisamente porque rebasaron las fronteras naturales que imponen los idiomas y se atrevieron a explorar temas universales y eternos de la humanidad. ¡Cuán difícil es encontrar esa profundidad en nuestros días y en nuestro medio, donde la “producción literaria” pareciera limitarse a la promoción de agendas ideológicas con algún barniz poético!

En estos días (el 8 de abril, para ser más precisos) se conmemoró también el centenario de una figura señera de las letras costarricenses: Yolanda Oreamuno. Intelectual, innovadora, inconforme, insaciable. Al margen de la apropiación que de su figura pueda hacerse desde los movimientos feministas, lo cierto es que su (escasa) producción literaria destaca por su depurada calidad y por su aspiración a evadirse de los tópicos corrientes. También ella se aventuró a explorar temas álgidos y a hurgar en la psicología “patológica” de lo rutinario, más influida por Proust, Thomas Mann o William Faulkner que por el entorno cultural y literario local. Desgraciadamente Costa Rica y ella no supieron entenderse entre sí, y por añadidura murió joven y lejos (en México, en 1956, dos meses después de cumplir los 40 años). De lo contrario, quizás habría publicado al menos otras dos piezas del calibre de La Ruta de su Evasión, y puesto con ellas el fundamento de una verdadera escuela literaria autóctona.

Pueden trazarse numerosos paralelismos entre la vida de Yolanda Oreamuno y la de otra autora centroamericana, la salvadoreña Carmen Brannon —mejor conocida por su seudónimo Claudia Lars—, cuya historia conozco en gran detalle por haber sido la primera esposa de mi abuelo paterno. Ambas escritoras dieron muestras de inusual talento antes de cumplir 20 años (Oreamuno con un ensayo publicado a sus 16, Brannon con un poemario publicado a los 17). Las dos recibieron un impulso decisivo por parte del educador e intelectual costarricense Joaquín García Monge en la década de 1930 (los ensayos de Yolanda sobresalían en la revista Repertorio Americano, dirigida por García Monge, quien por la misma época hizo publicar la poesía de Claudia a través de sus Ediciones Convivio). Ambas tuvieron dos matrimonios y un solo hijo, emigraron a Guatemala en 1948 y en algún momento enfrentaron dificultades en los Estados Unidos. Sin embargo, Claudia Lars tuvo una vida mucho más larga y un reconocimiento más inmediato de la importancia de su obra, mientras que Yolanda Oreamuno tardó mucho más en ser comprendida y celebrada en su propio país de origen, donde al cabo de algunas décadas llegó a tener una tumba digna. Ojalá no sea este el caso de todos los escritores de talento que nacen en Costa Rica, este país de la ironía donde se escribe más de lo que se lee (cada año se publican más títulos en Costa Rica que en el resto de la región, pero la mitad de la población admite no leer ni un libro al año).

Se dice que la persona que lee, llega a escribir y a pensar como lee; y la que no lo hace, nunca pasa de escribir y pensar como habla. La invitación más apropiada para este día (y dirigida en especial a muchos de los “opinólogos” de redes sociales) sería una sola: leer más de lo que escriben.

Robert F. Beers